samedi 17 septembre 2011

Otelo: el moro de Venecia William Shakespeare

Venecia. -Una calle
Entran RODRIGO e IAGO
RODRIGO.- ¡Basta! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Iago, que has dispuesto de mi bolsa
como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto...
IAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme!
RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio.
IAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a
pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor
puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages
ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores;
«porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe
mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha
hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una
hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan
diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido
elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos)
tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de
libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de
su señoría moruna.
RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo!
IAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por
recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero.
Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro.
RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes.
IAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser
amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de
rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro
de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos!
Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía
del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los
utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos
camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad
como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo
me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines
particulares. Porque cuando mis actos exteriores dejen percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura
de mi corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que lleve mi corazón
sobre mi manga para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy lo que parezco!
RODRIGO.- ¡Qué suerte sin igual tendrá el de los labios gordos si la consigue así!
IAGO.- Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha, pregonad su
nombre por las calles, inflamad de ira a los parientes de ella, y aunque habite en un clima fértil, infectadlo de
moscas. Por más que su alegría sea alegría, abrumadle, sin embargo, con tan diversas vejaciones, que pierda
parte de su color.
RODRIGO.- He aquí la casa de su padre. Voy a llamarle a gritos.
IAGO.- Hacedlo, y con el mismo acento pavoroso e igual prolongación lúgubre que cuando en medio de
la noche y por descuido alguien descubre el incendio en una ciudad populosa.
RODRIGO.- ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Señor Brabancio! ¡Hola!
IAGO.- ¡Despertad! ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Mirad por vuestra casa, por vuestra
hija y por vuestras talegas! ¡Ladrones! ¡Ladrones!
Entra BRABANCIO, arriba, asomándose a una ventana
BRABANCIO.- ¿Qué razón hay para que se me llame con esas vociferaciones terribles? ¿Qué sucede?
RODRIGO.- Signior, ¿está dentro toda vuestra familia?
IAGO.- ¿Están cerradas vuestras puertas?
BRABANCIO.- ¿Por qué? ¿Con qué objeto me lo preguntáis?
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! ¡Os han robado! Por pudor, poneos vuestro vestido. Vuestro corazón está
roto. Habéis perdido la mitad del alma. En el momento en que hablo, en este instante, ahora mismo, un viejo
morueco negro está topetando a vuestra oveja blanca. ¡Levantaos, levantaos! ¡Despertad al son de la
campana a todos los ciudadanos que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! ¡Alzad, os digo!
BRABANCIO.- ¡Cómo! ¿Habéis perdido el seso?
RODRIGO.- Muy reverendo señor, ¿conocéis mi voz?
BRABANCIO.- No. ¿Quién sois?
RODRIGO.- Mi nombre es Rodrigo.
BRABANCIO.- Tanto peor llegado. Te he advertido que no rondes mis puertas. Me has oído decir con
honrada franqueza que mi hija no es para ti; y ahora, en un acceso de locura, atiborrado de cena y de tragos
que te han destemplado, vienes por maliciosa bellaquería a turbar mi reposo.
RODRIGO.- Señor, señor, señor...
BRABANCIO.- Pero puedes estar seguro de que mi carácter y condición tienen en sí poder para que te
arrepientas de esto.
RODRIGO.- Calma, buen señor.
BRABANCIO.- ¿Qué vienes a contarme de robo? Estamos en Venecia. Mi casa no es una granja en pleno
campo.
RODRIGO.-Respetabilísimo Brabancio, vengo hacia vos con alma sencilla y pura.
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! Sois uno de esos hombres que no servirían a Dios si el diablo se lo ordenara.
Porque venimos a haceros un servicio y nos tomáis por rufianes, dejaréis que cubra a vuestra hija un
caballero berberisco. Tendréis nietos que os relinchen, corceles por primos y jacas por deudos.
BRABANCIO.- ¿Quién eres tú, infame pagano?
IAGO.- Soy uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están haciendo ahora la bestia de dos
espaldas.
BRABANCIO.- ¡Eres un villano!
IAGO.- Y vos sois... un senador.
BRABANCIO.- Tú me responderás de esto. Te conozco, Rodrigo.
RODRIGO.- Señor, responderé de todo lo que queráis. Pero, por favor, decidme si es con vuestro
beneplácito y vuestro muy prudente consentimiento (como en parte lo juzgo) como vuestra bella hija, a las
tantas de esta noche, en que las horas se deslizan inertes, sin escolta mejor ni peor que la de un pillo al
servicio del público, de un gondolero, ha ido a entregarse a los abrazos groseros de un moro lascivo...; si
conocéis el hecho y si lo autorizáis, entonces hemos cometido con vos un ultraje temerario e insolente; pero
si no estáis informado de ello, mi educación me dice que nos habéis reprendido sin razón. No creáis que
haya perdido yo el sentimiento de toda buena crianza hasta el punto de querer jugar y bromear con vuestra
reverencia. Vuestra hija, os lo digo de nuevo (si no le habéis otorgado este permiso), se ha hecho culpable de
una gran falta, sacrificando su deber, su belleza, su ingenio, su fortuna a un extranjero, vagabundo y nómada,
sin patria y sin hogar. Comprobadlo vos mismo inmediatamente. Si está en su habitación o en vuestra casa,
entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera.
BRABANCIO.- ¡Golpead la yesca! ¡Hola! ¡Dadme una vela! ¡Despertad a todas mis gentes!... Este
accidente no difiere mucho de mi sueño. El temor de que sea cierto me oprime ya. ¡Luz, digo! ¡Luz!
(Desaparece de la ventana.)
IAGO.- Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto que ocupo, ser
llamado en justicia (como sucederá, si me quedo) a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta
aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan
grandes las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre (en curso a la hora
presente), que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro de su talla para dirigir sus asuntos. Por
consiguiente, aunque le odio como a las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no
obstante, a izar el pabellón, y la insignia del afecto, simple insignia, verdaderamente. Si queréis hallarle con
seguridad, conducid hacia el Sagitario a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con
esto, adiós. (Sale.)
Entran, arriba, BRABANCIO y CRIADOS con antorchas
BRABANCIO.- ¡Es una desgracia demasiado cierta! Ha partido, y lo que me queda por vivir de mi
odiada vejez no será ya sino amargura.- ¡Hola, Rodrigo! ¿Dónde la viste? ¡Oh, hija miserable!- ¿Con el
moro, dices?- ¿Quién quisiera ser padre?- ¿Cómo supiste que era ella?- ¡Ah, me engaña por encima de toda
imaginación!- ¿Qué os dijo?- ¡Traed más luces! ¡Despertad a todos mis parientes!- ¿Creéis que se han
casado?
RODRIGO.- Verdaderamente, lo creo.
BRABANCIO.- ¡Oh!, cielo!- ¿Cómo pudo salir?- ¡Oh, traición de la sangre!- Padres, no os fiéis desde
hoy de las almas de vuestras hijas por lo que las veis obrar. ¿No existen encantos que permiten abusar de la
juventud y de la inocencia? ¿No habéis leído de estas cosas, Rodrigo?
RODRIGO.- Sí, en verdad, señor.
BRABANCIO.- ¡Que se llame a mi hermano!- ¡Oh, que no la hubiereis tenido vos! ¡Vayan los unos en
una dirección, y los otros en otra!- ¿Sabéis dónde podríamos cogerles a ella y al moro?
RODRIGO.- Creo que a él podré descubrirle, si os place proveeros de una buena guardia y venir
conmigo.
BRABANCIO.- Por favor, guiadnos. Llamaré en todas las casas. Puedo mandar en la mayor parte.-
¡Traed armas, eh! Y levantad a algunos oficiales del servicio de noche.- Marchemos, buen Rodrigo. Yo
recompensaré vuestras molestias. (Salen.)