mercredi 24 août 2011

Alejandro Dumas La Reina Margot


PRIMERA PARTE
I
EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA
El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.
Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las
calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain
d'Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada,
amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu
rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por
la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de
Borbón, que se elevaba enfrente.
A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador.
El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no
era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría
sin recelo alguno.
Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey
Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aquella misma mañana, el cardenal de Borbón los
había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor
en las bodas de las princesas de Francia.
Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se
explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban
en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de
su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante
Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la
valiente esposa del débil Antonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había
muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas
partes se comentaba a media voz, y en algunos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis,
temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de
un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de
verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales
era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del
cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro,
única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta
palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.
No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la
obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su
reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia.
Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse
para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba
y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus
temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:
-No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece.
No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré
a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.
Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y
procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les
traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace
inesperado.
Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada
oposición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplicable. Luego de haber puesto a precio su cabeza
ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole
padre y declarando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en adelante la dirección de la guerra.
Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta entonces dirigió los actos, la
voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamente; no sin motivo, ya
que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la guerra de Flandes:
-Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la
nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar,
pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.
A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Coligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan
ilimitada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a
sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que
todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el
de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así
como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.
Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo
tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del
Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes protestantes que esperaban del matrimonio de su joven
jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de
Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se consideraban triunfantes al ver
todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el
rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de
asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado entre sus
pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de
L'Isle-Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable
Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como
habían transcurrido ya más de tres años desde tan desdichado acontecimiento y la sensibilidad no era una
virtud muy en boga en aquella época, cada cual interpretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo
común.
Nada daba la razón al mariscal de Montmorency: el rey, la reina y los duques de Anjou y de Alençon
cumplían a las mil maravillas con los honores de la fiesta.
El duque de Anjou recibía de los propios hugonotes alabanzas muy merecidas con motivo de las dos
batallas de Jarnac y de Montcontour, que supo ganar cuando todavía no había cumplido los dieciocho años,
siendo en esto más precoz que César y Alejandro, a quienes se les comparaba, cuidando muy bien de situar
en un plano inferior a los vencedores de Issus y de Farsalia. El duque de Alençon veía todo esto con su
mirada seductora y falsa. La reina Catalina, resplandeciente de alegría, hecha una dulzura, felicitaba al
príncipe Enrique de Condé por su reciente matrimonio con María de Cleves. En fin, hasta los señores de
Guisa sonreían a los seculares enemigos de su casa, y el duque de Mayenne conversaba con el señor de
Tavannes y el almirante sobre la próxima guerra que, ahora más que nunca, era llegado el momento de
declarar a Felipe II.
Por en medio de los grupos iba y venía, con la cabeza ligeramente ladeada y el oído atento a todas las
conversaciones, un joven barbilampiño de dieciocho años, de inteligente mirada, cabello negro muy corto,
cejas espesas, nariz aguileña y sonrisa maliciosa. Este joven, que tan sólo se había distinguido en el
combate de Arnay-leDuc, donde expuso valientemente su vida, y que ahora recibía múltiples felicitaciones,
era el alumno preferido de Coligny y el héroe del día. Tres meses antes, es decir, cuando todavía su madre
no había muerto, le llamaban príncipe de Bearne; ahora era rey de Navarra, hasta tanto no fuese Enrique
IV. De vez en cuando, una nube sombría y rápida cruzaba por su frente; sin duda recordaba que hacía apenas
dos meses que su madre había muerto y que él era quien menos podía dudar que había sido envenenada,
pero la nube debía ser pasajera, puesto que desaparecía como una sombra flotante; precisamente quienes le
dirigían la palabra, le felicitaban y se codeaban con él, eran los mismos que habían asesinado a la valiente
Juana de Albret.
A pocos pasos del rey de Navarra, casi tan pensativo y preocupado como alegre y expansivo aparentaba
estar el rey, el joven duque de Guisa conversaba con Teligny. Más afortunado que el bearnés, su fama, a los
veintidós años, era casi tan grande como la de su padre, el gran Francisco de Guisa. Era un distinguido
mozo, de elevada estatura, de mirada altiva y orgullosa y dotado de tan natural majestuosidad, que a su
paso los demás príncipes parecían plebeyos. Pese a su juventud, los católicos le consideraban jefe de su
partido, mientras que los hugonotes reconocían como jefe del suyo a Enrique de Navarra, cuyo retrato se
acaba de esbozar.
Comenzó usando el título de príncipe de Joinville, habiendo hecho sus primeras armas en el sitio de
Orleáns, al lado de su padre, que murió en sus brazos acusando al almirante Coligny de ser su asesino.
Entonces, el joven duque hizo, como Annibal, un solemne juramento: vengar la muerte de su padre en la
persona del almirante o en la de algún miembro de su familia, y perseguir a los de su religión sin tregua ni
reposo, prometiendo a Dios convertirse en su ángel exterminador sobre la tierra hasta concluir con el último
hereje. Por fuerza había de producir gran asombro el ver a este príncipe, siempre tan fiel a su palabra,
estrechar la mano de quienes juró ser enemigo mortal y charlar amistosamente con el yerno de aquél a
quien, ante su padre agonizante, prometió dar muerte.
Pero, como ya hemos dicho, ésta era la noche de las sorpresas. El observador privilegiado, que hubiese
podido asistir a la fiesta provisto de ese conocimiento del porvenir del que por fortuna carecen los hombres
y de esa facultad de leer en los corazones que, por desdicha, solo pertenece a Dios, habría gozado sin duda
del más curioso espectáculo que ofrecen los anales de la triste comedia humana.
Este observador, que faltaba en las galerías interiores del Louvre, continuaba en la calle, mirando con
ojos llameantes y rugiendo con voz amenazadora: este observador era el pueblo, quien, con su instinto
maravilloso agudizado por el odio, seguía desde lejos el ir y venir de las sombras de sus enemigos
implacables, deduciendo sus pasiones tan claramente como pueda hacerlo un espectador situado ante las
ventanas de un salón de baile en el que no puede entrar. La música embriaga y marca el compás al bailarín,
mientras que el espectador de fuera, como no la oye y tan sólo advierte el movimiento, ríe de ese muñeco
que parece agitarse caprichosamente.
La música que embriagaba a los hugonotes era la voz de su orgullo. Aquellas luminarias que a media noche
veían los parisienses eran los relámpagos de su odio que iluminaban el porvenir. Sin embargo, todo reía
en el interior del Louvre, y ahora un murmullo más dulce y halagador que nunca se dejó sentir: la joven
desposada, después de quitarse su traje de boda, su manto y su largo velo, acababa de entrar en el salón de
baile, acompañada por la hermosa duquesa de Nevers, su mejor amiga, y conducida por su hermano Carlos
IX, que la presentaba a sus principales invitados.
La recién casada, hija de Enrique II, era la perla de la corona de Francia, es decir, Margarita de Valois, a
quien el rey Carlos IX, con su familiar ternura, llamaba siempre «mi hermana Margot».
Jamás un recibimiento, por halagador que fuese, había sido tan merecido como el que ahora se dispensaba
a la nueva reina de Navarra. Margarita, que entonces apenas contaba veinte años, era ya el objeto de
las alabanzas de todos los poetas. Unos la comparaban a la aurora, otros a Citerea. Era, en efecto, la belleza
sin rival en aquella corte donde Catalina de Médicis había reunido, para convertirlas en sus Sirenas, a las
mujeres más hermosas que pudo hallar. Tenía los cabellos negros, el color encendido, la mirada voluptuosa
y velada por largas pestañas, la boca roja y delicada, el cuello airoso, el talle firme y flexible y, ocultos en
calzado de raso, unos pies de niña. Los franceses se sentían orgullosos de tenerla con ellos, viendo cómo se
abría en su tierra una flor tan magnífica... Los extranjeros que pasaban por Francia regresaban a sus países
deslumbrados por su belleza si sólo la habían visto y admirados de su saber si habían logrado hablar con
ella. Margarita no solamente era la más bella, sino también la más culta de las mujeres de su tiempo. Se
citaba la frase de un sabio italiano que le había sido presentado y que, después de haber conversado una
hora con ella en italiano, español, latín y griego, se había ido diciendo lleno de entusiasmo: «Ver la corte de
Francia sin ver a Margarita de Valois, ni es ver Francia ni es ver la corte».
No escasearon, por lo tanto, los murmullos de aprobación al rey Carlos IX y a la reina de Navarra; ya se
sabe lo aficionados que eran los hugonotes a tales demostraciones. No faltaron infinidad de alusiones al
pasado y hubo no pocas preguntas acerca del porvenir que fueron hábilmente deslizadas hasta el oído del
rey en medio de los cumplidos.
A todas estas alusiones respondía el monarca con sus labios pálidos y su falsa sonrisa:
-Al entregar a mi hermana Margarita en brazos de Enrique de Navarra, entrego mi corazón en brazos de
todos los protestantes del reino.
Esta frase tranquilizaba a unos y hacía sonreír a otros, porque en realidad tenía dos sentidos: uno paternal,
en el que Carlos IX no quería insistir demasiado; otro injurioso, para la desposada, para su marido y
hasta para el rey mismo, porque aludía a ciertos escándalos privados con que la crónica de la corte había
encontrado ya el medio de manchar el velo nupcial de Margarita de Valois.
Entre tanto, el señor de Guisa conversaba, como decíamos, con Teligny, pero sin prestar al diálogo tanta
atención como para no poder dirigir de vez en cuando una mirada al grupo de damas en cuyo centro
resplandecía la reina de Navarra.
Cuando la mirada de la princesa chocaba con la del joven duque, una nube parecía oscurecer la
encantadora frente coronada por una aureola temblorosa de rutilantes estrellas, y un oculto designio parecía
descubrirse en su actitud impaciente y agitada.
La princesa Claudia, hermana mayor de Margarita, casada desde hacía varios años con el duque de
Lorena, había notado esa inquietud, y ya se acercaba a ella para preguntarle la causa, cuando, al apartarse
todos para dar paso a la reina madre, que entraba apoyándose en el brazo del joven príncipe de Condé, la
princesa se halló de nuevo alejada de su hermana.
Se produjo entonces un movimiento general que el duque de Guisa aprovechó para acercarse a su cuñada,
la señora de Nevers, y, por consiguiente, a Margarita.
La señora de Lorena, que no había perdido de vista a la joven reina, vio desaparecer de su frente la nube
que hasta entonces la velara y subir hasta sus mejillas una encendida llama. El duque continuaba
aproximándose y, cuando estuvo a dos pasos de Margarita, esta, que más parecía sentirle que verle, se
volvió, no sin hacer un violento esfuerzo para dar a su semblante una expresión calmosa a indiferente. El
duque se inclinó ante ella en un respetuoso saludo mientras murmuraba a media voz:
-Ipse attuli.
Lo que significaba: «Lo he traído» o «Lo he traído yo mismo».
Margarita devolvió su reverencia al joven duque y al incorporarse pronunció esta respuesta:
-Noctu pro more.
O lo que es igual: «Esta noche, como de costumbre».
Estas dulces palabras, apagadas por el enorme cuello almidonado del vestido de la princesa, cual lo
hubieran sido por una mampara, no fueron oídas más que por la persona a quien iban dirigidas. Por corto
que fuese, el diálogo encerraba, sin duda, cuanto tenían que decirse, ya que, terminado este intercambio de
dos palabras por tres, se separaron, Margarita más pensativa y el duque con el rostro más radiante que antes
de haberse acercado.
Tuvo lugar esta pequeña escena sin que el más interesado en observarla pareciera prestar la menor atención.
El rey de Navarra no tenía ojos más que para una sola persona, que reunía en torno suyo una corte
casi tan numerosa como Margarita de Valois: esta persona era la bella señora de Sauve.
Carlota de Beaune-Semblancay, nieta del desdichado Semblancay y esposa de Simón de Fizes, barón de
Sauve, era una de las damas de honor de Catalina de Médicis y una de las más temibles colaboradoras de
esta reina, que ofrecía a sus enemigos el filtro del amor cuando no se atrevía a darles el veneno florentino.
Pequeña, rubia, tan pronto chispeante como melancólica, siempre dispuesta al amor y a la intriga, esos dos
grandes quehaceres que desde hacía cincuenta años ocupaban a la corte de los tres últimos reyes, mujer en
toda la acepción de la palabra y con todo el encanto que esto implica, desde los ojos azules lánguidos o
llameantes hasta los piececitos inquietos y arqueados en su calzado de terciopelo, la señora de Sauve era
dueña desde hacía algunos meses de todos los pensamientos del rey de Navarra, que se iniciaba entonces
tanto en la carrera amorosa como en la política; de modo que Margarita de Navarra, belleza magnífica y
real, ni siquiera pudo despertar la admiración en el fondo del corazón de su esposo. Cosa extraña y que
asombraba a todo el mundo, incluso a este alma llena de tinieblas y de misterios, era que Catalina de
Médicis, al mismo tiempo que perseguía su proyecto de unión entre su hija y el rey de Navarra, no había
dejado de favorecer, casi abiertamente, los amores de éste con la señora de Sauve. Mas a pesar de ayuda tan
poderosa y a despecho de las costumbres fáciles de la época, la bella Carlota había resistido hasta entonces.
De esta resistencia sin precedentes, increíble, inaudita, más aún que de la belleza y de la inteligencia de la
que resistía, nació en el corazón del bearnés una pasión que, no pudiendo satisfacerse, se replegó sobre sí
misma, devorando en el corazón del joven rey la timidez, el orgullo y hasta aquella despreocupación mitad
filosófica, mitad perezosa, que constituía el fondo de su carácter.
La señora de Sauve hacía unos minutos que acababa de entrar en el salón de baile; fuera por desprecio o
por resentimiento, había resuelto en un principio no asistir al triunfo de su rival y, pretextando una
indisposición, había consentido que su esposo, secretario de Estado desde hacía cinco años, fuera solo al
Louvre. Pero, al ver al barón de Sauve sin su esposa, Catalina de Médicis se informó de la causa que
mantenía alejada a su amada Carlota. Al saber que sólo se trataba de una leve indisposición, le escribió
unas líneas rogándole que se presentara, ruego que ésta se apresuró a obedecer. Enrique, aunque muy triste
al principio por su ausencia, respiró con más libertad al ver entrar solo al señor de Sauve; pero en el
momento en que, no esperando ni remotamente su llegada, se acercaba suspirando a la amable criatura a la
que estaba condenado si no a amar, por lo menos a tratar como esposa, vio aparecer a la señora de Sauve en
el extremo de la galería. Entonces se quedó clavado en su sitio con los ojos fijos en aquella Circe que lo
encadenaba con un lazo mágico. Luego, en lugar de dirigirse a su esposa, se acercó a la señora de Sauve
con un movimiento de vacilación que más parecía de asombro que de temor.
Los cortesanos, por su parte, viendo que el rey de Navarra, cuyo corazón ardiente conocían, se aproximaba
a la hermosa Carlota, no se atrevieron a impedirlo, y se alejaron. Así, al mismo tiempo que Margarita
de Valois y el señor de Guisa intercambiaban las pocas palabras latinas que hemos mencionado, Enrique
entablaba con la señora de Sauve, en un francés muy inteligible, aunque salpicado de acento gascón, una
charla menos misteriosa.
-¡Oh, amiga mía -le dijo-, aparecéis aquí en el momento en que acaban de informarme que estabais enferma
y cuando había perdido ya la esperanza de veros!
-¿Pretenderá Vuestra Majestad-respondió la señora de Sauve-hacerme creer que le habría costado mucho
perder esa esperanza?
-¡Cómo! Ya lo creo -repuso el bearnés-. ¿Acaso no sabéis que vos sois mi sol durante el día y mi estrella
durante la noche? Os aseguro que me creía en la oscuridad más profunda. Al llegar vos iluminasteis todo de
pronto.
-Entonces, ¿os he hecho una mala pasada?
-¿Qué queréis decir, amiga mía?
-Quiero decir que, cuando se es dueño de la mujer más hermosa de Francia, lo único que se debe desear
es que la luz deje paso a la oscuridad, porque es en la oscuridad donde nos espera la dicha.
-Esta dicha, querida, sabéis muy bien que depende de una sola persona y que esta persona se ríe y se
burla del pobre Enrique.
-¡Oh! -replicó la baronesa-. Yo había creído que, por el contrario, esa persona era el juguete y la burla del
rey de Navarra.
Enrique se quedó estupefacto ante aquella actitud hostil, pero después cayó en la cuenta de que era producto
del despecho, y pensó que éste no es más que la máscara del amor.
-En verdad, querida Carlota-dijo-, me acusáis muy injustamente y no comprendo cómo una boca tan
bella pueda ser a un mismo tiempo tan cruel. ¿Creéis por ventura que soy yo quien se casa? ¡Oh, no, de ninguna
manera! ¡Qué voy a ser yo!
-Seré yo entonces -repuso la baronesa con acritud, si es que puede parecer agria la voz de la mujer que
nos ama y se queja de no sentirse correspondida.
-¿Con unos ojos tan bellos, no alcanzáis a ver más allá? No, no, no es Enrique de Navarra quien se casa
con Margarita de Valois.
-¿Pues quién es?
-¡Por Dios, baronesa! Es la religión reformada la que se casa con el Papa. ¡Ni más ni menos!
-Nada de eso, señor, no pienso dejarme engañar por vuestros juegos de ingenio; Vuestra Majestad ama a
Margarita y no soy yo, Dios me libre, quien puede reprochároslo. Ella es lo bastante hermosa como para ser
amada.
Enrique reflexionó un instante, durante el cual las comisuras de sus labios fingieron una sonrisa.
-baronesa -dijo-, según veo, buscáis querella. No tenéis derecho a ello. ¿Qué habéis hecho, decidme, para
impedir que me case con Margarita? Nada. Por el contrario, me habéis hecho perder toda esperanza.
-¡Bien castigada estoy! -respondió la señora de Sauve.
-¿Por qué?
-Por la sencilla razón de que hoy os casáis con otra.
-¡Si me caso con ella es porque vos no me amáis...!
-Si os amase, Sire, moriría antes de una hora.
-¡Dentro de una hora! ¿Qué queréis decir? ¿Cuál sería la causa de vuestra muerte?
-¡Los celos!... Dentro de una hora, la reina de Navarra despedirá a sus damas y Vuestra Majestad a sus
gentiles hombres.
-¿Es ésta la idea que en realidad os tortura, amiga mía?
-No he querido decir eso; lo que sí digo es que, si os amara, me torturaría horriblemente.
-¡Pues bien! -exclamó Enrique lleno de júbilo al oír tal confesión, la primera que recibía de aquellos labios-.
¿Y si el rey de Navarra no despidiera a ninguno de sus gentiles hombres esta noche?
-Sire -dijo la señora de Sauve, mirando al rey con un asombro que por esta vez no era fingido-, estáis
diciendo cosas imposibles y sobre todo increíbles.
-Para que las creyerais, ¿qué tendría que hacer?
-Tendríais que darme una prueba que no podéis darme.
-¡Oh, señora, por san Enrique, os la daré, estad segura! -exclamó el rey devorando a la joven con una
mirada amorosa.
-¡Majestad!... -murmuró la bella Carlota bajando la voz y los ojos-. No comprendo... ¡No, no, es
imposible que renunciéis a la felicidad que os espera!
-Hay cuatro Enriques en esta sala, mi bien -repuso el rey-: Enrique de Francis, Enrique de Condé,
Enrique de Guisa y Enrique de Navarra.
-¿Y qué?
-Que Enrique de Navarra no hay más que uno. ¿Si le tuvierais a vuestro lado toda la noche...?
-¿Toda la noche?
-Sí, toda la noche. ¿Estaríais segura de que no está con otra?
-¡Ah, si sois capaz de hacer eso! -exclamó a su vez la señora de Sauve.
-Palabra de caballero.
La señora de Sauve levantó sus grandes ojos llenos de voluptuosas promesas y sonrió al rey, cuyo
corazón se colmó de alegría.
-En ese caso, ¿qué diríais? -preguntó Enrique. -¡Oh! En ese caso diría que Vuestra Majestad verdaderamente
me ama -respondió Carlota.
-¡Cuerpo de Baco! Entonces decidlo, porque así es.
-Pero ¿cómo haremos? -prosiguió la señora de Sauve.
-¡Por Dios, baronesa, no os faltará alguna camarera, alguna doncella o alguna joven de la que podáis
estar segura!
-Tengo a Dariole, que me sirve con tanta devoción que con gusto se dejaría cortar en pedazos por mí. ¡Un
verdadero tesoro!
-Decidle, ¡por Satanás!, baronesa, que haré su fortuna cuando se cumpla lo que han predicho los astrólogos
y yo sea rey de Francia.
Carlota sonrió; ya en esa época estaba formada la reputación gascona del bearnés en lo que respecta a sus
promesas.
-¿Qué deseáis de Dariole?
-Muy pocas cosa. Lo que para ella no será nada lo será todo para mí.
-¿En resumen?
-Vuestro departamento está situado encima del mío, ¿no es cierto?
-Sí.
-Decidle que espere detrás de la puerta. Daré tres golpes suaves. Cuando me abra, vos tendréis la prueba
que os he prometido.
La señora de Sauve guardó silencio unos segundos; luego, como si hubiera mirado a su alrededor para
asegurarse de que nadie la oía, fijó por un instante los ojos en el grupo donde se encontraba la reina madre,
instante que bastó para que Catalina y su dama de honor cambiaran una mirada.
-¡Ah! Si yo quisiera -dijo la señora de Sauve con un acento de Sirena que hubiese derretido la cera en los
oídos de Ulises-, si yo quisiera sorprender en una mentira a Vuestra Majestad...
-Tratad de hacerlo, amiga mía, es cuestión de que lo intentéis...
-Os confieso que tengo que luchar contra la tentación.
-Daos por vencida, nunca son tan fuertes las mujeres como después de haber cedido.
-Señor, os cojo la palabra en nombre de Dariole para el día en que seáis rey de Francia.
Enrique lanzó un grito de alegría.
En el preciso momento en que este grito se escapaba de los labios del bearnés, la reina de Navarra respondía
al duque de Guisa:
-Noctu pro more: esta noche, como de costumbre.
Enrique se alejó entonces de la señora de Sauve tan dichoso como el duque de Guisa de Margarita de Valois.
Una hora después de esta doble escena que acabamos de relatar, el rey Carlos y la reina madre se retiraban
a sus aposentos. Inmediatamente, los salones comenzaron a despoblarse y las galerías dejaron ver la
base de sus columnas de mármol.
El almirante y el príncipe de Condé salieron escoltados por cuatrocientos gentiles hombres, abriéndose
paso entre la multitud que murmuraba. Luego, Enrique de Guisa y los caballeros loreneses y católicos
salieron a su vez acompañados por los gritos de alegría y los aplausos de la multitud.
En cuanto a Margarita de Valois, Enrique de Navarra y la señora de Sauve, ya se sabe que habitaban en el mismo palacio del Louvre.

jeudi 11 août 2011

Edgar Allan Poe

El corazòn Delator 
Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por
qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez
de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede
oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco,
entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi
historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero,
una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco
estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me
insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo
semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba
en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a
matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En
cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí!
¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más
amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía
yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la
abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuan astutamente pasaba la cabeza! La movía
lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una
hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo
tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente...
¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las
bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de
buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre
encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo
quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin
miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz
cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber
sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo
a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.
Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad.
Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a
poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me
reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en
la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su
cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas
por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y
seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló
en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: —¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo
músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado,
escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared
los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma
cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a
las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso
eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba
sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí
que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había
tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más
que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de
darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la
Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre
influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir —aunque no podía
verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a
acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice —
no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un
fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el
ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le miraba.
Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta
el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por
un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva
agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también
me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el
redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la
linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el
haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía
cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía
que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he
dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin
embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía
cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva
ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo
había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación.
El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarle al
suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había
resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las
paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo
no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo
cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté
la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el
suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer
ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la
posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿que tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que
yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había
ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran,
a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les
mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de
mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí
de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en
el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte,
me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo
les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido
y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa
sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al
fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía yo? Era un resonar
apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído
nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me
puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a
grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el
sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de
rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella
las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto...
más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero
cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que
gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte...
más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!





EDGAR ALLAN POE
Cuentos
(Traducción Julio Cortázar)
Esta obra fue publicada en 1956 por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, en colaboración con
la Revista de Occidente, con el título de Obras en Prosa. Cuentos de Edgar Allan Poe. La actual
edición de Alianza Editorial ha sido revisada y corregida por el traductor.
Primera edición en «El libro de bolsillo»: 1970
Decimoctava reimpresión: 1997
Primera edición en «Área de conocimiento: Literatura»: 1998
Cuarta reimpresión: 2002
©De la traducción: Herederos de Julio Cortázar
©Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1956
©Alianza Editorial, S. A., Madrid
ISBN: 84-206-9848-2 (Obra completa)
Depósito legal: M. 53.793-2001