dimanche 9 octobre 2011

Hermann Karl Hesse


Hermann Karl Hesse fue un escritor, poeta, novelista y pintor suizo de origen alemán. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1946, como reconocimiento a su trayectoria literaria.
Vida:
Hermann Karl Hesse nació en Calw, localidad ubicada en Baden-Wurtemberg, donde transcurrieron los tres primeros años de su vida (hasta 1880) y tres años de colegio (1886 a 1889). Descendiente de misioneros cristianos, la familia tuvo desde 1873 una editorial de textos misioneros dirigida por el abuelo materno de Hesse, Hermann Gundert.
Fue hijo de Marie Gundert nacida en Basilea, (Suiza), en 1842 y de Johannes Hesse, nacido en 1847, hijo de un médico originario de Estonia. Tuvo cinco hermanos de los que dos murieron prematuramente. Durante sus primeros años, su mundo estuvo impregnado por el espíritu del pietismosuabo.
En 1881, la familia se instala en Basilea, volviendo a los cinco años a Calw. Terminados sus estudios latinos con éxito en Göppingen, Hesse ingresa en 1891 en el seminario evangélico de Maulbronn, del que se escapó en marzo de 1892 a causa de la rigidez educativa que le impedía, entre otras cosas, estudiar poesía –seré poeta o nada-, dice en su autobiografía. En Bajo las ruedas hará una descripción del sistema educativo.
Continuos y violentos conflictos con sus padres lo llevan a una odisea a través de diferentes instituciones y escuelas. Entra en una fase depresiva e insinúa, en carta de marzo de 1892, ideas suicidas: quisiera partir como el sol en el ocaso, y en mayo, hace una tentativa de suicidio, por lo que lo ingresan en el manicomio de Stetten im Remstal, y más tarde en una institución para niños en Basilea.
En 1892 entró en el instituto de Bad Cannstatt, en Stuttgart y en 1893, a pesar de obtener el diploma de ingreso de primer año dejó los estudios. Primeros empleos y nacimiento como escritor Comenzó como aprendiz de librero en Esslingen am Neckar, aprendizaje que abandonó tres días después, luego trabajó como mecánico durante catorce meses en la fábrica de relojes Perrot en Calw, el monótono trabajo reforzó en él su deseo de volver a una actividad intelectual.
En octubre de 1895, empezó una nueva experiencia como librero, en la librería Heckenhauer enTubinga, a la que se consagró en cuerpo y alma. La parte principal del fondo literario era sobre teología, filología y derecho. La tarea del aprendiz Hesse consistía en agrupar y archivar libros. Al terminar su jornada, continuaba enriqueciendo su cultura en solitario, y los libros compensaban la ausencia de contactos sociales -…con los libros tenía más y mejores relaciones-.
Hesse leyó escritos teológicos, después a Goethe, y más tarde Lessing, Schiller y textos de la Mitología griega. En 1896, su poema Madonna fue publicado en una revista vienesa. En 1898, Hesse llegó a librero asistente y dispuso de un sueldo respetable, que le aseguró independencia económica.
En esta época leía sobre todo obras de los románticos alemanes, especialmente de Clemens Brentano, Joseph von Eichendorff y Novalis. Siendo todavía librero, publicó en el otoño de 1898 su primer libro de poemas, Canciones románticas, y en el verano de 1899, Una hora después de la medianoche. Las dos obras fracasaron comercialmente. El editor Eugen Diederichs sin embargo, estaba convencido del valor literario de la obra, y veía estas publicaciones, desde el principio, como un estímulo para el joven autor, más que como un negocio.
A partir del otoño de 1899, Hesse trabajó en una librería de ocasión en Basilea. Sus padres tenían contactos con familias basilenses cultas por lo que un reino espiritual y artístico de lo más estimulante se abrió ante él. Al mismo tiempo, el paseante solitario que era Hesse encontró la ocasión de retirarse a su mundo interior gracias a las numerosas posibilidades de viajes y paseos, lo que sirvió a su búsqueda artística personal, desarrollando en él la aptitud de transcribir literariamente sus percepciones sensoriales.
En 1900, se libró del servicio militar por sus problemas en la vista. Sus dificultades de visión duraron toda su vida, al igual que su neuralgia y sus migrañas. En 1901, Hesse pudo realizar uno de sus grandes sueños: viajar a Italia. El mismo año, Hesse encontró un nuevo empleo, en la librería Wattenwyl, en Basilea. Al mismo tiempo, aumentaron las ocasiones de publicar poemas y pequeños relatos literarios en revistas, enseguida, el editor Samuel Fischer se interesó por Hesse, y la novela Peter Camenzind, publicada oficialmente en 1904, marcó la ruptura: Hesse pudo a partir de entonces vivir de sus escritos.
La consagración literaria permitió a Hesse casarse en 1904 con Maria Bernoulli, instalarse con ella en Gaienhofen, al borde del lago de Constanza, y fundar una familia. Escribió su segunda novela Bajo las ruedas, aparecida en 1906, también relatos y poemas. Su siguiente novela, Gertrude (1910), supone una crisis de creatividad en Hesse. Acabó a duras penas la obra y más tarde la consideró fallida. Problemas en su hogar le llevan a viajar en 1911 con Hans Sturzenegger por Ceilán e Indonesia.
No encontró la inspiración espiritual y religiosa que buscaba, sin embargo este viaje impregnó sus obras posteriores, comenzando por Cuadernos hindúes (1913). Tras su vuelta la familia se mudó aBerna, a pesar de ello, no se resolvieron sus dificultades de pareja tal como describe en su novela Rossalde. La Gran Guerra Tras la declaración de la Primera Guerra Mundial en 1914, Hesse se presentó voluntario en la embajada de Alemania: no podía estar inactivo mientras muchos jóvenes morían en el frente.
Fue, sin embargo, declarado inútil para el combate y destinado en Berna para asistir a prisioneros de guerra, en su embajada. En su nuevo puesto, era responsable de la «Librería de los prisioneros de guerra alemanes». El 3 de noviembre de 1914, publicó en la Neue Zürcher Zeitung el articulo «O Freunde, nicht diese Töne», traducido literalmente como: ¡Oh, amigos, no con esos acentos! y llanamente, amigos, dejemos nuestras disputas, primer verso del Himno a la alegría, del poeta alemán Friedrich von Schiller en el que llamaba a los intelectuales alemanes a no caer en las polémicas nacionalistas.
La reacción que produjo la calificó más tarde de momento crucial en su vida: por primera vez, se encontró en medio de una violenta trifulca política, la prensa alemana lo atacó -en la prensa de mi patria fui declarado traidor-, recibió anónimos amenazantes y cartas de amigos que no le respaldaron. Le apoyaron su amigo Theodor Heuss, y también el escritor francés Romain Rolland.
Los conflictos con el público alemán no se habían apagado, cuando Hesse sufrió una nueva vuelta de tuerca que le sumió en una crisis existencial más profunda: la muerte de su padre, la grave enfermedad de su hijo Martin y la crisis esquizofrénica de su esposa. Tuvo que dejar la ayuda a los prisioneros y comenzar un tratamiento psicoterapéutico. Se psicoanalizó con Carl Gustav Jung, lo que abrió su creatividad: entre septiembre y octubre de 1917, Hesse redactó su novela Demian.
El libro fue publicado en 1919, con el pseudónimo de Emil Sinclair. La Casa Camuzzi Cuando pudo reemprender su vida civil, su matrimonio estaba arruinado. Una grave psicosis afectó a su esposa, y a pesar de su mejoría, no pudo plantearse ningún porvenir con Maria. La casa de Berna fue vendida, y Hesse se mudó a Tesino, y después a Montagnola alquilando un edificio similar a un castillo: la «Casa Camuzzi».
Allí, no sólo comenzó a escribir, sino también a pintar, lo que aparece en su gran relato siguiente, El último verano de Klingsor. En 1922 apareció la novela Siddharta, en la que expresa su amor por la cultura y sabiduría hindú. Hesse se casó en 1924 con Ruth Wenger, matrimonio que no fue consumado y obtuvo la nacionalidad suiza. Las principales obras que siguieron, Le Curiste (El agüista) en 1925 y el Viaje a Nüremberg en 1927, son relatos autobiográficos teñidos de ironía, en los que se anuncia su más célebre novela El lobo estepario(1927) Al cumplir 50 años apareció su primera biografía, publicada par su amigo Hugo Ball.
Poco después, con el éxito de su novela, la vida del escritor dio un cambio al iniciar una relación con Ninon Dolbin, que sería su tercera esposa. Publicó Narciso y Goldmundo (1930), dejó el apartamento de la Casa Camuzzi y se instaló con ella en una casa más grande: la Casa Hesse, (también llamada Casa Rossa) en los altos de Montagnola, construida según sus deseos por su amigo Hans C. Bodmer.
El juego de los abalorios En 1931 comenzó el proyecto de su última gran obra, titulada El juego de los abalorios. Publicó en 1932 un relato preparatorio, El Viaje a Oriente. Hesse observaba con preocupación la toma de poder de los nazis en Alemania. En 1933, Bertolt Brecht y Thomas Mann estuvieron en su casa durante sus viajes al exilio. Hesse intentó a su manera, oponerse a la evolución de Alemania: publicaba desde hacía tiempo reseñas en la prensa alemana, a partir de entonces se manifestó más enérgicamente en favor de autores judíos o perseguidos por los nazis.
Desgraciadamente, desde mediados los años 30, ningún periódico alemán se arriesgó a publicar artículos suyos. Su refugio espiritual contra las querellas políticas y más tarde contra las trágicas noticias de la Segunda Guerra Mundial era trabajar en su novela El juego de los abalorios impresa en 1943 en Suiza. En esta novela, según Luis Racionero, propone su ideal de cultura: Una sociedad que recoge y practica lo mejor de todas las culturas y las reúne en un juego de música y matemáticas que desarrolla las facultades humanas hasta niveles insospechados.
En gran parte, por esta obra tardía le fue concedido en 1946 el premio Nobel de literatura. Después de la Segunda Guerra mundial, su creatividad declinó: escribió relatos y poemas, pero ninguna novela. Murió a los ochenta y cinco años, el 9 de agosto de1962 en Montagnola, a consecuencia de una hemorragia cerebral mientras dormía.
Obra
Novela
  • 1900: Hermann Lauscher, El caminante (der Reisende)
  • 1904: Peter Camenzind
  • 1906: Bajo las ruedas (Unterm Rad)
  • 1910: Gertrudis (Gertrud)
  • 1914:Rosshalde (Roßhalde)
  • 1915: Tres momentos de una vida (Knulp)
  • 1919: Demian
  • 1922: Siddhartha
  • 1927: El lobo estepario (Der Steppenwolf)
  • 1930: Narciso y Goldmundo (Narziß und Goldmund)
  • 1932: Viaje al Oriente (Die Morgenlandfahrt)
  • 1943: El juego de los abalorios (Das Glasperlenspiel)

Otros
  • 1898: Canciones románticas (Romantische Lieder)
  • 1899: Una hora después de medianoche (Eine Stunde hinter Mitternacht)
  • 1908: Amigos (Freunde)
  • 1910: La ciudad
  • 1917: El europeo
  • 1918: El cuento del sillón de mimbre
  • 1919: Klein y Wagner (Klein und Wagner)
  • 1920: El último verano de Klingsor (Klingsors letzter Sommer)
  • 1922: Trágico
  • 1923: Infancia del mago
  • 1924: Compendio biográfico
  • 1926: Rastro de un sueño
  • 1928: Sobre El lobo estepario
  • 1928: Parodia suabia
  • 1929: El Rey Yu
  • 1930: Edmund
  • 1932: El pájaro
  • 1942: Poemas
  • 1946: La Ruta Interior
  • 1946: Sobre la guerra y la paz

samedi 17 septembre 2011

Otelo: el moro de Venecia William Shakespeare

Venecia. -Una calle
Entran RODRIGO e IAGO
RODRIGO.- ¡Basta! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Iago, que has dispuesto de mi bolsa
como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto...
IAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme!
RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio.
IAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a
pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor
puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages
ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores;
«porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe
mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha
hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una
hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan
diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido
elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos)
tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de
libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de
su señoría moruna.
RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo!
IAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por
recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero.
Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro.
RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes.
IAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser
amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de
rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro
de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos!
Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía
del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los
utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos
camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad
como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo
me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines
particulares. Porque cuando mis actos exteriores dejen percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura
de mi corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que lleve mi corazón
sobre mi manga para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy lo que parezco!
RODRIGO.- ¡Qué suerte sin igual tendrá el de los labios gordos si la consigue así!
IAGO.- Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha, pregonad su
nombre por las calles, inflamad de ira a los parientes de ella, y aunque habite en un clima fértil, infectadlo de
moscas. Por más que su alegría sea alegría, abrumadle, sin embargo, con tan diversas vejaciones, que pierda
parte de su color.
RODRIGO.- He aquí la casa de su padre. Voy a llamarle a gritos.
IAGO.- Hacedlo, y con el mismo acento pavoroso e igual prolongación lúgubre que cuando en medio de
la noche y por descuido alguien descubre el incendio en una ciudad populosa.
RODRIGO.- ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Señor Brabancio! ¡Hola!
IAGO.- ¡Despertad! ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Mirad por vuestra casa, por vuestra
hija y por vuestras talegas! ¡Ladrones! ¡Ladrones!
Entra BRABANCIO, arriba, asomándose a una ventana
BRABANCIO.- ¿Qué razón hay para que se me llame con esas vociferaciones terribles? ¿Qué sucede?
RODRIGO.- Signior, ¿está dentro toda vuestra familia?
IAGO.- ¿Están cerradas vuestras puertas?
BRABANCIO.- ¿Por qué? ¿Con qué objeto me lo preguntáis?
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! ¡Os han robado! Por pudor, poneos vuestro vestido. Vuestro corazón está
roto. Habéis perdido la mitad del alma. En el momento en que hablo, en este instante, ahora mismo, un viejo
morueco negro está topetando a vuestra oveja blanca. ¡Levantaos, levantaos! ¡Despertad al son de la
campana a todos los ciudadanos que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! ¡Alzad, os digo!
BRABANCIO.- ¡Cómo! ¿Habéis perdido el seso?
RODRIGO.- Muy reverendo señor, ¿conocéis mi voz?
BRABANCIO.- No. ¿Quién sois?
RODRIGO.- Mi nombre es Rodrigo.
BRABANCIO.- Tanto peor llegado. Te he advertido que no rondes mis puertas. Me has oído decir con
honrada franqueza que mi hija no es para ti; y ahora, en un acceso de locura, atiborrado de cena y de tragos
que te han destemplado, vienes por maliciosa bellaquería a turbar mi reposo.
RODRIGO.- Señor, señor, señor...
BRABANCIO.- Pero puedes estar seguro de que mi carácter y condición tienen en sí poder para que te
arrepientas de esto.
RODRIGO.- Calma, buen señor.
BRABANCIO.- ¿Qué vienes a contarme de robo? Estamos en Venecia. Mi casa no es una granja en pleno
campo.
RODRIGO.-Respetabilísimo Brabancio, vengo hacia vos con alma sencilla y pura.
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! Sois uno de esos hombres que no servirían a Dios si el diablo se lo ordenara.
Porque venimos a haceros un servicio y nos tomáis por rufianes, dejaréis que cubra a vuestra hija un
caballero berberisco. Tendréis nietos que os relinchen, corceles por primos y jacas por deudos.
BRABANCIO.- ¿Quién eres tú, infame pagano?
IAGO.- Soy uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están haciendo ahora la bestia de dos
espaldas.
BRABANCIO.- ¡Eres un villano!
IAGO.- Y vos sois... un senador.
BRABANCIO.- Tú me responderás de esto. Te conozco, Rodrigo.
RODRIGO.- Señor, responderé de todo lo que queráis. Pero, por favor, decidme si es con vuestro
beneplácito y vuestro muy prudente consentimiento (como en parte lo juzgo) como vuestra bella hija, a las
tantas de esta noche, en que las horas se deslizan inertes, sin escolta mejor ni peor que la de un pillo al
servicio del público, de un gondolero, ha ido a entregarse a los abrazos groseros de un moro lascivo...; si
conocéis el hecho y si lo autorizáis, entonces hemos cometido con vos un ultraje temerario e insolente; pero
si no estáis informado de ello, mi educación me dice que nos habéis reprendido sin razón. No creáis que
haya perdido yo el sentimiento de toda buena crianza hasta el punto de querer jugar y bromear con vuestra
reverencia. Vuestra hija, os lo digo de nuevo (si no le habéis otorgado este permiso), se ha hecho culpable de
una gran falta, sacrificando su deber, su belleza, su ingenio, su fortuna a un extranjero, vagabundo y nómada,
sin patria y sin hogar. Comprobadlo vos mismo inmediatamente. Si está en su habitación o en vuestra casa,
entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera.
BRABANCIO.- ¡Golpead la yesca! ¡Hola! ¡Dadme una vela! ¡Despertad a todas mis gentes!... Este
accidente no difiere mucho de mi sueño. El temor de que sea cierto me oprime ya. ¡Luz, digo! ¡Luz!
(Desaparece de la ventana.)
IAGO.- Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto que ocupo, ser
llamado en justicia (como sucederá, si me quedo) a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta
aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan
grandes las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre (en curso a la hora
presente), que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro de su talla para dirigir sus asuntos. Por
consiguiente, aunque le odio como a las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no
obstante, a izar el pabellón, y la insignia del afecto, simple insignia, verdaderamente. Si queréis hallarle con
seguridad, conducid hacia el Sagitario a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con
esto, adiós. (Sale.)
Entran, arriba, BRABANCIO y CRIADOS con antorchas
BRABANCIO.- ¡Es una desgracia demasiado cierta! Ha partido, y lo que me queda por vivir de mi
odiada vejez no será ya sino amargura.- ¡Hola, Rodrigo! ¿Dónde la viste? ¡Oh, hija miserable!- ¿Con el
moro, dices?- ¿Quién quisiera ser padre?- ¿Cómo supiste que era ella?- ¡Ah, me engaña por encima de toda
imaginación!- ¿Qué os dijo?- ¡Traed más luces! ¡Despertad a todos mis parientes!- ¿Creéis que se han
casado?
RODRIGO.- Verdaderamente, lo creo.
BRABANCIO.- ¡Oh!, cielo!- ¿Cómo pudo salir?- ¡Oh, traición de la sangre!- Padres, no os fiéis desde
hoy de las almas de vuestras hijas por lo que las veis obrar. ¿No existen encantos que permiten abusar de la
juventud y de la inocencia? ¿No habéis leído de estas cosas, Rodrigo?
RODRIGO.- Sí, en verdad, señor.
BRABANCIO.- ¡Que se llame a mi hermano!- ¡Oh, que no la hubiereis tenido vos! ¡Vayan los unos en
una dirección, y los otros en otra!- ¿Sabéis dónde podríamos cogerles a ella y al moro?
RODRIGO.- Creo que a él podré descubrirle, si os place proveeros de una buena guardia y venir
conmigo.
BRABANCIO.- Por favor, guiadnos. Llamaré en todas las casas. Puedo mandar en la mayor parte.-
¡Traed armas, eh! Y levantad a algunos oficiales del servicio de noche.- Marchemos, buen Rodrigo. Yo
recompensaré vuestras molestias. (Salen.)

mercredi 24 août 2011

Alejandro Dumas La Reina Margot


PRIMERA PARTE
I
EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA
El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.
Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las
calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain
d'Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada,
amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu
rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por
la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de
Borbón, que se elevaba enfrente.
A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador.
El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no
era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría
sin recelo alguno.
Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey
Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aquella misma mañana, el cardenal de Borbón los
había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor
en las bodas de las princesas de Francia.
Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se
explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban
en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de
su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante
Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la
valiente esposa del débil Antonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había
muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas
partes se comentaba a media voz, y en algunos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis,
temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de
un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de
verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales
era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del
cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro,
única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta
palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.
No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la
obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su
reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia.
Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse
para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba
y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus
temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:
-No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece.
No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré
a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.
Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y
procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les
traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace
inesperado.
Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada
oposición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplicable. Luego de haber puesto a precio su cabeza
ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole
padre y declarando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en adelante la dirección de la guerra.
Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta entonces dirigió los actos, la
voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamente; no sin motivo, ya
que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la guerra de Flandes:
-Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la
nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar,
pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.
A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Coligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan
ilimitada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a
sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que
todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el
de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así
como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.
Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo
tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del
Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes protestantes que esperaban del matrimonio de su joven
jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de
Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se consideraban triunfantes al ver
todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el
rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de
asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado entre sus
pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de
L'Isle-Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable
Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como
habían transcurrido ya más de tres años desde tan desdichado acontecimiento y la sensibilidad no era una
virtud muy en boga en aquella época, cada cual interpretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo
común.
Nada daba la razón al mariscal de Montmorency: el rey, la reina y los duques de Anjou y de Alençon
cumplían a las mil maravillas con los honores de la fiesta.
El duque de Anjou recibía de los propios hugonotes alabanzas muy merecidas con motivo de las dos
batallas de Jarnac y de Montcontour, que supo ganar cuando todavía no había cumplido los dieciocho años,
siendo en esto más precoz que César y Alejandro, a quienes se les comparaba, cuidando muy bien de situar
en un plano inferior a los vencedores de Issus y de Farsalia. El duque de Alençon veía todo esto con su
mirada seductora y falsa. La reina Catalina, resplandeciente de alegría, hecha una dulzura, felicitaba al
príncipe Enrique de Condé por su reciente matrimonio con María de Cleves. En fin, hasta los señores de
Guisa sonreían a los seculares enemigos de su casa, y el duque de Mayenne conversaba con el señor de
Tavannes y el almirante sobre la próxima guerra que, ahora más que nunca, era llegado el momento de
declarar a Felipe II.
Por en medio de los grupos iba y venía, con la cabeza ligeramente ladeada y el oído atento a todas las
conversaciones, un joven barbilampiño de dieciocho años, de inteligente mirada, cabello negro muy corto,
cejas espesas, nariz aguileña y sonrisa maliciosa. Este joven, que tan sólo se había distinguido en el
combate de Arnay-leDuc, donde expuso valientemente su vida, y que ahora recibía múltiples felicitaciones,
era el alumno preferido de Coligny y el héroe del día. Tres meses antes, es decir, cuando todavía su madre
no había muerto, le llamaban príncipe de Bearne; ahora era rey de Navarra, hasta tanto no fuese Enrique
IV. De vez en cuando, una nube sombría y rápida cruzaba por su frente; sin duda recordaba que hacía apenas
dos meses que su madre había muerto y que él era quien menos podía dudar que había sido envenenada,
pero la nube debía ser pasajera, puesto que desaparecía como una sombra flotante; precisamente quienes le
dirigían la palabra, le felicitaban y se codeaban con él, eran los mismos que habían asesinado a la valiente
Juana de Albret.
A pocos pasos del rey de Navarra, casi tan pensativo y preocupado como alegre y expansivo aparentaba
estar el rey, el joven duque de Guisa conversaba con Teligny. Más afortunado que el bearnés, su fama, a los
veintidós años, era casi tan grande como la de su padre, el gran Francisco de Guisa. Era un distinguido
mozo, de elevada estatura, de mirada altiva y orgullosa y dotado de tan natural majestuosidad, que a su
paso los demás príncipes parecían plebeyos. Pese a su juventud, los católicos le consideraban jefe de su
partido, mientras que los hugonotes reconocían como jefe del suyo a Enrique de Navarra, cuyo retrato se
acaba de esbozar.
Comenzó usando el título de príncipe de Joinville, habiendo hecho sus primeras armas en el sitio de
Orleáns, al lado de su padre, que murió en sus brazos acusando al almirante Coligny de ser su asesino.
Entonces, el joven duque hizo, como Annibal, un solemne juramento: vengar la muerte de su padre en la
persona del almirante o en la de algún miembro de su familia, y perseguir a los de su religión sin tregua ni
reposo, prometiendo a Dios convertirse en su ángel exterminador sobre la tierra hasta concluir con el último
hereje. Por fuerza había de producir gran asombro el ver a este príncipe, siempre tan fiel a su palabra,
estrechar la mano de quienes juró ser enemigo mortal y charlar amistosamente con el yerno de aquél a
quien, ante su padre agonizante, prometió dar muerte.
Pero, como ya hemos dicho, ésta era la noche de las sorpresas. El observador privilegiado, que hubiese
podido asistir a la fiesta provisto de ese conocimiento del porvenir del que por fortuna carecen los hombres
y de esa facultad de leer en los corazones que, por desdicha, solo pertenece a Dios, habría gozado sin duda
del más curioso espectáculo que ofrecen los anales de la triste comedia humana.
Este observador, que faltaba en las galerías interiores del Louvre, continuaba en la calle, mirando con
ojos llameantes y rugiendo con voz amenazadora: este observador era el pueblo, quien, con su instinto
maravilloso agudizado por el odio, seguía desde lejos el ir y venir de las sombras de sus enemigos
implacables, deduciendo sus pasiones tan claramente como pueda hacerlo un espectador situado ante las
ventanas de un salón de baile en el que no puede entrar. La música embriaga y marca el compás al bailarín,
mientras que el espectador de fuera, como no la oye y tan sólo advierte el movimiento, ríe de ese muñeco
que parece agitarse caprichosamente.
La música que embriagaba a los hugonotes era la voz de su orgullo. Aquellas luminarias que a media noche
veían los parisienses eran los relámpagos de su odio que iluminaban el porvenir. Sin embargo, todo reía
en el interior del Louvre, y ahora un murmullo más dulce y halagador que nunca se dejó sentir: la joven
desposada, después de quitarse su traje de boda, su manto y su largo velo, acababa de entrar en el salón de
baile, acompañada por la hermosa duquesa de Nevers, su mejor amiga, y conducida por su hermano Carlos
IX, que la presentaba a sus principales invitados.
La recién casada, hija de Enrique II, era la perla de la corona de Francia, es decir, Margarita de Valois, a
quien el rey Carlos IX, con su familiar ternura, llamaba siempre «mi hermana Margot».
Jamás un recibimiento, por halagador que fuese, había sido tan merecido como el que ahora se dispensaba
a la nueva reina de Navarra. Margarita, que entonces apenas contaba veinte años, era ya el objeto de
las alabanzas de todos los poetas. Unos la comparaban a la aurora, otros a Citerea. Era, en efecto, la belleza
sin rival en aquella corte donde Catalina de Médicis había reunido, para convertirlas en sus Sirenas, a las
mujeres más hermosas que pudo hallar. Tenía los cabellos negros, el color encendido, la mirada voluptuosa
y velada por largas pestañas, la boca roja y delicada, el cuello airoso, el talle firme y flexible y, ocultos en
calzado de raso, unos pies de niña. Los franceses se sentían orgullosos de tenerla con ellos, viendo cómo se
abría en su tierra una flor tan magnífica... Los extranjeros que pasaban por Francia regresaban a sus países
deslumbrados por su belleza si sólo la habían visto y admirados de su saber si habían logrado hablar con
ella. Margarita no solamente era la más bella, sino también la más culta de las mujeres de su tiempo. Se
citaba la frase de un sabio italiano que le había sido presentado y que, después de haber conversado una
hora con ella en italiano, español, latín y griego, se había ido diciendo lleno de entusiasmo: «Ver la corte de
Francia sin ver a Margarita de Valois, ni es ver Francia ni es ver la corte».
No escasearon, por lo tanto, los murmullos de aprobación al rey Carlos IX y a la reina de Navarra; ya se
sabe lo aficionados que eran los hugonotes a tales demostraciones. No faltaron infinidad de alusiones al
pasado y hubo no pocas preguntas acerca del porvenir que fueron hábilmente deslizadas hasta el oído del
rey en medio de los cumplidos.
A todas estas alusiones respondía el monarca con sus labios pálidos y su falsa sonrisa:
-Al entregar a mi hermana Margarita en brazos de Enrique de Navarra, entrego mi corazón en brazos de
todos los protestantes del reino.
Esta frase tranquilizaba a unos y hacía sonreír a otros, porque en realidad tenía dos sentidos: uno paternal,
en el que Carlos IX no quería insistir demasiado; otro injurioso, para la desposada, para su marido y
hasta para el rey mismo, porque aludía a ciertos escándalos privados con que la crónica de la corte había
encontrado ya el medio de manchar el velo nupcial de Margarita de Valois.
Entre tanto, el señor de Guisa conversaba, como decíamos, con Teligny, pero sin prestar al diálogo tanta
atención como para no poder dirigir de vez en cuando una mirada al grupo de damas en cuyo centro
resplandecía la reina de Navarra.
Cuando la mirada de la princesa chocaba con la del joven duque, una nube parecía oscurecer la
encantadora frente coronada por una aureola temblorosa de rutilantes estrellas, y un oculto designio parecía
descubrirse en su actitud impaciente y agitada.
La princesa Claudia, hermana mayor de Margarita, casada desde hacía varios años con el duque de
Lorena, había notado esa inquietud, y ya se acercaba a ella para preguntarle la causa, cuando, al apartarse
todos para dar paso a la reina madre, que entraba apoyándose en el brazo del joven príncipe de Condé, la
princesa se halló de nuevo alejada de su hermana.
Se produjo entonces un movimiento general que el duque de Guisa aprovechó para acercarse a su cuñada,
la señora de Nevers, y, por consiguiente, a Margarita.
La señora de Lorena, que no había perdido de vista a la joven reina, vio desaparecer de su frente la nube
que hasta entonces la velara y subir hasta sus mejillas una encendida llama. El duque continuaba
aproximándose y, cuando estuvo a dos pasos de Margarita, esta, que más parecía sentirle que verle, se
volvió, no sin hacer un violento esfuerzo para dar a su semblante una expresión calmosa a indiferente. El
duque se inclinó ante ella en un respetuoso saludo mientras murmuraba a media voz:
-Ipse attuli.
Lo que significaba: «Lo he traído» o «Lo he traído yo mismo».
Margarita devolvió su reverencia al joven duque y al incorporarse pronunció esta respuesta:
-Noctu pro more.
O lo que es igual: «Esta noche, como de costumbre».
Estas dulces palabras, apagadas por el enorme cuello almidonado del vestido de la princesa, cual lo
hubieran sido por una mampara, no fueron oídas más que por la persona a quien iban dirigidas. Por corto
que fuese, el diálogo encerraba, sin duda, cuanto tenían que decirse, ya que, terminado este intercambio de
dos palabras por tres, se separaron, Margarita más pensativa y el duque con el rostro más radiante que antes
de haberse acercado.
Tuvo lugar esta pequeña escena sin que el más interesado en observarla pareciera prestar la menor atención.
El rey de Navarra no tenía ojos más que para una sola persona, que reunía en torno suyo una corte
casi tan numerosa como Margarita de Valois: esta persona era la bella señora de Sauve.
Carlota de Beaune-Semblancay, nieta del desdichado Semblancay y esposa de Simón de Fizes, barón de
Sauve, era una de las damas de honor de Catalina de Médicis y una de las más temibles colaboradoras de
esta reina, que ofrecía a sus enemigos el filtro del amor cuando no se atrevía a darles el veneno florentino.
Pequeña, rubia, tan pronto chispeante como melancólica, siempre dispuesta al amor y a la intriga, esos dos
grandes quehaceres que desde hacía cincuenta años ocupaban a la corte de los tres últimos reyes, mujer en
toda la acepción de la palabra y con todo el encanto que esto implica, desde los ojos azules lánguidos o
llameantes hasta los piececitos inquietos y arqueados en su calzado de terciopelo, la señora de Sauve era
dueña desde hacía algunos meses de todos los pensamientos del rey de Navarra, que se iniciaba entonces
tanto en la carrera amorosa como en la política; de modo que Margarita de Navarra, belleza magnífica y
real, ni siquiera pudo despertar la admiración en el fondo del corazón de su esposo. Cosa extraña y que
asombraba a todo el mundo, incluso a este alma llena de tinieblas y de misterios, era que Catalina de
Médicis, al mismo tiempo que perseguía su proyecto de unión entre su hija y el rey de Navarra, no había
dejado de favorecer, casi abiertamente, los amores de éste con la señora de Sauve. Mas a pesar de ayuda tan
poderosa y a despecho de las costumbres fáciles de la época, la bella Carlota había resistido hasta entonces.
De esta resistencia sin precedentes, increíble, inaudita, más aún que de la belleza y de la inteligencia de la
que resistía, nació en el corazón del bearnés una pasión que, no pudiendo satisfacerse, se replegó sobre sí
misma, devorando en el corazón del joven rey la timidez, el orgullo y hasta aquella despreocupación mitad
filosófica, mitad perezosa, que constituía el fondo de su carácter.
La señora de Sauve hacía unos minutos que acababa de entrar en el salón de baile; fuera por desprecio o
por resentimiento, había resuelto en un principio no asistir al triunfo de su rival y, pretextando una
indisposición, había consentido que su esposo, secretario de Estado desde hacía cinco años, fuera solo al
Louvre. Pero, al ver al barón de Sauve sin su esposa, Catalina de Médicis se informó de la causa que
mantenía alejada a su amada Carlota. Al saber que sólo se trataba de una leve indisposición, le escribió
unas líneas rogándole que se presentara, ruego que ésta se apresuró a obedecer. Enrique, aunque muy triste
al principio por su ausencia, respiró con más libertad al ver entrar solo al señor de Sauve; pero en el
momento en que, no esperando ni remotamente su llegada, se acercaba suspirando a la amable criatura a la
que estaba condenado si no a amar, por lo menos a tratar como esposa, vio aparecer a la señora de Sauve en
el extremo de la galería. Entonces se quedó clavado en su sitio con los ojos fijos en aquella Circe que lo
encadenaba con un lazo mágico. Luego, en lugar de dirigirse a su esposa, se acercó a la señora de Sauve
con un movimiento de vacilación que más parecía de asombro que de temor.
Los cortesanos, por su parte, viendo que el rey de Navarra, cuyo corazón ardiente conocían, se aproximaba
a la hermosa Carlota, no se atrevieron a impedirlo, y se alejaron. Así, al mismo tiempo que Margarita
de Valois y el señor de Guisa intercambiaban las pocas palabras latinas que hemos mencionado, Enrique
entablaba con la señora de Sauve, en un francés muy inteligible, aunque salpicado de acento gascón, una
charla menos misteriosa.
-¡Oh, amiga mía -le dijo-, aparecéis aquí en el momento en que acaban de informarme que estabais enferma
y cuando había perdido ya la esperanza de veros!
-¿Pretenderá Vuestra Majestad-respondió la señora de Sauve-hacerme creer que le habría costado mucho
perder esa esperanza?
-¡Cómo! Ya lo creo -repuso el bearnés-. ¿Acaso no sabéis que vos sois mi sol durante el día y mi estrella
durante la noche? Os aseguro que me creía en la oscuridad más profunda. Al llegar vos iluminasteis todo de
pronto.
-Entonces, ¿os he hecho una mala pasada?
-¿Qué queréis decir, amiga mía?
-Quiero decir que, cuando se es dueño de la mujer más hermosa de Francia, lo único que se debe desear
es que la luz deje paso a la oscuridad, porque es en la oscuridad donde nos espera la dicha.
-Esta dicha, querida, sabéis muy bien que depende de una sola persona y que esta persona se ríe y se
burla del pobre Enrique.
-¡Oh! -replicó la baronesa-. Yo había creído que, por el contrario, esa persona era el juguete y la burla del
rey de Navarra.
Enrique se quedó estupefacto ante aquella actitud hostil, pero después cayó en la cuenta de que era producto
del despecho, y pensó que éste no es más que la máscara del amor.
-En verdad, querida Carlota-dijo-, me acusáis muy injustamente y no comprendo cómo una boca tan
bella pueda ser a un mismo tiempo tan cruel. ¿Creéis por ventura que soy yo quien se casa? ¡Oh, no, de ninguna
manera! ¡Qué voy a ser yo!
-Seré yo entonces -repuso la baronesa con acritud, si es que puede parecer agria la voz de la mujer que
nos ama y se queja de no sentirse correspondida.
-¿Con unos ojos tan bellos, no alcanzáis a ver más allá? No, no, no es Enrique de Navarra quien se casa
con Margarita de Valois.
-¿Pues quién es?
-¡Por Dios, baronesa! Es la religión reformada la que se casa con el Papa. ¡Ni más ni menos!
-Nada de eso, señor, no pienso dejarme engañar por vuestros juegos de ingenio; Vuestra Majestad ama a
Margarita y no soy yo, Dios me libre, quien puede reprochároslo. Ella es lo bastante hermosa como para ser
amada.
Enrique reflexionó un instante, durante el cual las comisuras de sus labios fingieron una sonrisa.
-baronesa -dijo-, según veo, buscáis querella. No tenéis derecho a ello. ¿Qué habéis hecho, decidme, para
impedir que me case con Margarita? Nada. Por el contrario, me habéis hecho perder toda esperanza.
-¡Bien castigada estoy! -respondió la señora de Sauve.
-¿Por qué?
-Por la sencilla razón de que hoy os casáis con otra.
-¡Si me caso con ella es porque vos no me amáis...!
-Si os amase, Sire, moriría antes de una hora.
-¡Dentro de una hora! ¿Qué queréis decir? ¿Cuál sería la causa de vuestra muerte?
-¡Los celos!... Dentro de una hora, la reina de Navarra despedirá a sus damas y Vuestra Majestad a sus
gentiles hombres.
-¿Es ésta la idea que en realidad os tortura, amiga mía?
-No he querido decir eso; lo que sí digo es que, si os amara, me torturaría horriblemente.
-¡Pues bien! -exclamó Enrique lleno de júbilo al oír tal confesión, la primera que recibía de aquellos labios-.
¿Y si el rey de Navarra no despidiera a ninguno de sus gentiles hombres esta noche?
-Sire -dijo la señora de Sauve, mirando al rey con un asombro que por esta vez no era fingido-, estáis
diciendo cosas imposibles y sobre todo increíbles.
-Para que las creyerais, ¿qué tendría que hacer?
-Tendríais que darme una prueba que no podéis darme.
-¡Oh, señora, por san Enrique, os la daré, estad segura! -exclamó el rey devorando a la joven con una
mirada amorosa.
-¡Majestad!... -murmuró la bella Carlota bajando la voz y los ojos-. No comprendo... ¡No, no, es
imposible que renunciéis a la felicidad que os espera!
-Hay cuatro Enriques en esta sala, mi bien -repuso el rey-: Enrique de Francis, Enrique de Condé,
Enrique de Guisa y Enrique de Navarra.
-¿Y qué?
-Que Enrique de Navarra no hay más que uno. ¿Si le tuvierais a vuestro lado toda la noche...?
-¿Toda la noche?
-Sí, toda la noche. ¿Estaríais segura de que no está con otra?
-¡Ah, si sois capaz de hacer eso! -exclamó a su vez la señora de Sauve.
-Palabra de caballero.
La señora de Sauve levantó sus grandes ojos llenos de voluptuosas promesas y sonrió al rey, cuyo
corazón se colmó de alegría.
-En ese caso, ¿qué diríais? -preguntó Enrique. -¡Oh! En ese caso diría que Vuestra Majestad verdaderamente
me ama -respondió Carlota.
-¡Cuerpo de Baco! Entonces decidlo, porque así es.
-Pero ¿cómo haremos? -prosiguió la señora de Sauve.
-¡Por Dios, baronesa, no os faltará alguna camarera, alguna doncella o alguna joven de la que podáis
estar segura!
-Tengo a Dariole, que me sirve con tanta devoción que con gusto se dejaría cortar en pedazos por mí. ¡Un
verdadero tesoro!
-Decidle, ¡por Satanás!, baronesa, que haré su fortuna cuando se cumpla lo que han predicho los astrólogos
y yo sea rey de Francia.
Carlota sonrió; ya en esa época estaba formada la reputación gascona del bearnés en lo que respecta a sus
promesas.
-¿Qué deseáis de Dariole?
-Muy pocas cosa. Lo que para ella no será nada lo será todo para mí.
-¿En resumen?
-Vuestro departamento está situado encima del mío, ¿no es cierto?
-Sí.
-Decidle que espere detrás de la puerta. Daré tres golpes suaves. Cuando me abra, vos tendréis la prueba
que os he prometido.
La señora de Sauve guardó silencio unos segundos; luego, como si hubiera mirado a su alrededor para
asegurarse de que nadie la oía, fijó por un instante los ojos en el grupo donde se encontraba la reina madre,
instante que bastó para que Catalina y su dama de honor cambiaran una mirada.
-¡Ah! Si yo quisiera -dijo la señora de Sauve con un acento de Sirena que hubiese derretido la cera en los
oídos de Ulises-, si yo quisiera sorprender en una mentira a Vuestra Majestad...
-Tratad de hacerlo, amiga mía, es cuestión de que lo intentéis...
-Os confieso que tengo que luchar contra la tentación.
-Daos por vencida, nunca son tan fuertes las mujeres como después de haber cedido.
-Señor, os cojo la palabra en nombre de Dariole para el día en que seáis rey de Francia.
Enrique lanzó un grito de alegría.
En el preciso momento en que este grito se escapaba de los labios del bearnés, la reina de Navarra respondía
al duque de Guisa:
-Noctu pro more: esta noche, como de costumbre.
Enrique se alejó entonces de la señora de Sauve tan dichoso como el duque de Guisa de Margarita de Valois.
Una hora después de esta doble escena que acabamos de relatar, el rey Carlos y la reina madre se retiraban
a sus aposentos. Inmediatamente, los salones comenzaron a despoblarse y las galerías dejaron ver la
base de sus columnas de mármol.
El almirante y el príncipe de Condé salieron escoltados por cuatrocientos gentiles hombres, abriéndose
paso entre la multitud que murmuraba. Luego, Enrique de Guisa y los caballeros loreneses y católicos
salieron a su vez acompañados por los gritos de alegría y los aplausos de la multitud.
En cuanto a Margarita de Valois, Enrique de Navarra y la señora de Sauve, ya se sabe que habitaban en el mismo palacio del Louvre.