samedi 30 juillet 2011

El mito de Sísifo Albert Camus

EL MITO DE SÍSIFO
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de
una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado
con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin
esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales.
No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello
contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse
en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con
los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por
Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía
el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a
la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello
le castigaron enviándole al infierno. Hornero nos cuenta también que Sísifo había
encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su; imperio
desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las
manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso
imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su
cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y
allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el
permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió
a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del
mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las
advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la
mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses.
Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz
por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos,
donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus
pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su
apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se
dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta
tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para
que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el
esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla
a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada
a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie
que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos
llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el
tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra
desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver
a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca
de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento
pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una
respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la
conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco
a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su
roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué
consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de
conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en
las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los
raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente
y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante
su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo
tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse
también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo
volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la
tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la
felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón
del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado
pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero
las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece
primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que
sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo
que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase
desmesurada: "A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma
me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de
Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide
con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la
felicidad. "¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un
mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables.
Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo.
Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo
está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y
limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este
mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los
dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los
hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su
roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su
tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio
se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos
inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso
necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la
noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un
destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al
que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese
instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su
roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte
en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por
su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es
humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en
marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero
Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El
también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece
estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta
montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para
llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a
Sísifo dichoso.
ALBERT CAMUS
El mito de Sísifo
Título original: Le mythe de Sisyphe
Traductor: Luis Echávarri
Revisión para la edición española de Miguel Salabert
Primera edición en "El Libro de Bolsillo"
Editions Gallimard, París, 1951
Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1953

mercredi 27 juillet 2011

Albert Сamus L’étranger

Première partie
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Aujourd'hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. J'ai reçu un
télégramme de l'asile: «Mère décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués.»
Cela ne veut rien dire. C'était peut-être hier.
L'asile de vieillards est à Marengo, à quatre-vingts kilomètres d'Alger. Je prendrai
l'autobus à deux heures et j'arriverai dans l'après-midi. Ainsi, je pourrai veiller et je
rentrerai demain soir. J'ai demandé deux jours de congé à mon patron et il ne pouvait
pas me les refuser avec une excuse pareille. Mais il n'avait pas l'air content. Je lui ai
même dit : «Ce n'est pas de ma faute.» II n'a pas répondu. J'ai pensé alors que je
n'aurais pas dû lui dire cela. En somme, je n'avais pas à m'excuser. C'était plutôt à lui
de me présenter ses condoléances. Mais il le fera sans doute après-demain, quand il
me verra en deuil. Pour le moment, c'est un peu comme si maman n'était pas morte.
Après l'enterrement, au contraire, ce sera une affaire classée et tout aura revêtu une
allure plus officielle.
J'ai pris l'autobus à deux heures. II faisait très chaud. J'ai mangé au restaurant, chez
Céleste, comme d'habitude. Ils avaient tous beaucoup de peine pour moi et Céleste
m'a dit: «On n'a qu'une mère.» Quand je suis parti, ils m'ont accompagné à la porte.
J'étais un peu étourdi parce qu'il a fallu que je monte chez Emmanuel pour lui
emprunter une cravate noire et un brassard. Il a perdu son oncle, il y a quelques mois.
J'ai couru pour ne pas manquer le départ. Cette hâte, cette course, c'est à cause de
tout cela sans doute, ajouté aux cahots, à l'odeur d'essence, à la réverbération de la
route et du ciel, que je me suis assoupi. J'ai dormi pendant presque tout le trajet. Et
quand je me suis réveillé, j'étais tassé contre un militaire qui m'a souri et qui m'a
demandé si je venais de loin. J'ai dit «oui» pour n'avoir plus à parler.
L'asile est à deux kilomètres du village. J'ai fait le chemin à pied. J'ai voulu voir maman
tout de suite. Mais le concierge m'a dit qu'il fallait que je rencontre le directeur. Comme
il était occupé, j'ai attendu un peu. Pendant tout ce temps, le concierge a parlé et
ensuite, j'ai vu le directeur : il m'a reçu dans son bureau. C'était un petit vieux, avec la
Légion d'honneur. Il m'a regardé de ses yeux clairs. Puis il m'a serré la main qu'il a
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gardée si longtemps que je ne savais trop comment la retirer. Il a consulté un dossier et
m'a dit: «Mme Meursault est entrée ici il y a trois ans. Vous étiez son seul soutien.» J'ai
cru qu'il me reprochait quelque chose et j'ai commencé à lui expliquer. Mais il m'a
interrompu: «Vous n'avez pas à vous justifier, mon cher enfant. J'ai lu le dossier de
votre mère. Vous ne pouviez subvenir à ses besoins. Il lui fallait une garde. Vos
salaires sont modestes. Et tout compte fait, elle était plus heureuse ici.» J'ai dit: «Oui,
monsieur le Directeur.» Il a ajouté: «Vous savez, elle avait des amis, des gens de son
âge. Elle pouvait partager avec eux des intérêts qui sont d'un autre temps. Vous êtes
jeune et elle devait s'ennuyer avec vous.» C'était vrai. Quand elle était à la maison,
maman passait son temps à me suivre des yeux en silence. Dans les premiers jours où
elle était à l'asile, elle pleurait souvent. Mais c'était à cause de l'habitude. Au bout de
quelques mois, elle aurait pleuré si on l'avait retirée de l'asile. Toujours à cause de
l'habitude. C'est un peu pour cela que dans la dernière année je n'y suis presque plus
allé. Et aussi parce que cela me prenait mon dimanche — sans compter l'effort pour
aller à l'autobus, prendre des tickets et faire deux heures de route.
Le directeur m'a encore parlé. Mais je ne l'écoutais presque plus. Puis il m'a dit: «Je
suppose que vous voulez voir votre mère.» Je me suis levé sans rien dire et il m'a
précédé vers la porte. Dans l'escalier, il m'a expliqué: «Nous l'avons transportée dans
notre petite morgue. Pour ne pas impressionner les autres. Chaque fois qu'un
pensionnaire meurt, les autres sont nerveux pendant deux ou trois jours. Et ça rend le
service difficile.» Nous avons traversé une cour où il y avait beaucoup de vieillards,
bavardant par petits groupes. Ils se taisaient quand nous passions. Et derrière nous,
les conversations reprenaient. On aurait dit d'un jacassement assourdi de perruches. A
la porte d'un petit bâtiment, le directeur m'a quitté: «Je vous laisse, monsieur
Meursault. Je suis à votre disposition dans mon bureau. En principe, l'enterrement est
fixé à dix heures du matin. Nous avons pensé que vous pourrez ainsi veiller la
disparue. Un dernier mot: votre mère a, paraît-il, exprimé souvent à ses compagnons le
désir d'être enterrée religieusement. J'ai pris sur moi de faire le nécessaire. Mais je
voulais vous en informer.» Je l'ai remercié. Maman, sans être athée, n'avait jamais
pensé de son vivant à la religion.
Je suis entré. C'était une salle très claire, blanchie à la chaux et recouverte d'une
verrière. Elle était meublée de chaises et de chevalets en forme de X. Deux d'entre
eux, au centre, supportaient une bière recouverte de son couvercle. On voyait
seulement des vis brillantes, à peine enfoncées, se détacher sur les planches passées
au brou de noix. Près de la bière, il y avait une infirmière arabe en sarrau blanc, un
foulard de couleur vive sur la tête.
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A ce moment, le concierge est entré derrière mon dos. Il avait dû courir. Il a bégayé un
peu: «On l'a couverte, mais je dois dévisser la bière pour que vous puissiez la voir.» Il
s'approchait de la bière quand je l'ai arrêté. Il m'a dit : « Vous ne voulez pas? » J'ai
répondu: «Non.» Il s'est interrompu et j'étais gêné parce que je sentais que je n'aurais
pas dû dire cela. Au bout d'un moment, il m'a regardé et il m'a demandé : « Pourquoi ?
» mais sans reproche, comme s'il s'informait. J'ai dit : « Je ne sais pas. » Alors, tortillant
sa moustache blanche, il a déclaré sans me regarder : « Je comprends. » Il avait de
beaux yeux, bleu clair, et un teint un peu rouge. Il m'a donné une chaise et lui-même
s'est assis un peu en arrière de moi. La garde s'est levée et s'est dirigée vers la sortie.
A ce moment, le concierge m'a dit: «C'est un chancre qu'elle a.» Comme je ne
comprenais pas, j'ai regardé l'infirmière et j'ai vu qu'elle portait sous les yeux un
bandeau qui faisait le tour de la tête. A la hauteur du nez, le bandeau était plat. On ne
voyait que la blancheur du bandeau dans son visage.
Quand elle est partie, le concierge a parlé: « Je vais vous laisser seul.» Je ne sais pas
quel geste j'ai fait, mais il est resté, debout derrière moi. Cette présence dans mon dos
me gênait. La pièce était pleine d'une belle lumière de fin d'après-midi. Deux frelons
bourdonnaient contre la verrière. Et je sentais le sommeil me gagner. J'ai dit au
concierge, sans me retourner vers lui: «II y a longtemps que vous êtes là?»
Immédiatement il a répondu: «Cinq ans — comme s'il avait attendu depuis toujours ma
demande.
Ensuite, il a beaucoup bavardé. On l'aurait bien étonné en lui disant qu'il finirait
concierge à l'asile de Marengo. Il avait soixante-quatre ans et il était Parisien. A ce
moment je l'ai interrompu: «Ah ! vous n'êtes pas d'ici?» Puis je me suis souvenu
qu'avant de me conduire chez le directeur, il m'avait parlé de maman. Il m'avait dit qu'il
fallait l'enterrer très vite, parce que dans la plaine il faisait chaud, surtout dans ce pays.
C'est alors qu'il m'avait appris qu'il avait vécu à Paris et qu'il avait du mal à l'oublier. A
Paris, on reste avec le mort trois, quatre jours quelquefois. Ici on n'a pas le temps, on
ne s'est pas fait à l'idée que déjà il faut courir derrière le corbillard. Sa femme lui avait
dit alors: «Tais-toi, ce ne sont pas des choses à raconter à monsieur.» Le vieux avait
rougi et s'était excusé. J'étais intervenu pour dire: «Mais non. Mais non.» Je trouvais ce
qu'il racontait juste et intéressant.
Dans la petite morgue, il m'a appris qu'il était entré à l'asile comme indigent. Comme il
se sentait valide, il s'était proposé pour cette place de concierge. Je lui ai fait remarquer
qu'en somme il était un pensionnaire. Il m'a dit que non. J'avais déjà été frappé par la
façon qu'il avait de dire: «ils», «les autres», et plus rarement «les vieux», en parlant des
pensionnaires dont certains n'étaient pas plus âgés que lui. Mais naturellement, ce
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n'était pas la même chose. Lui était concierge, et, dans une certaine mesure, il avait
des droits sur eux.
La garde est entrée à ce moment. Le soir était tombé brusquement. Très vite, la nuit
s'était épaissie au-dessus de la verrière. Le concierge a tourné le commutateur et j'ai
été aveuglé par l'éclaboussement soudain de la lumière. Il m'a invité à me rendre au
réfectoire pour dîner. Mais je n'avais pas faim. Il m'a offert alors d'apporter une tasse
de café au lait. Comme j'aime beaucoup le café au lait, j'ai accepté et il est revenu un
moment après avec un plateau. J'ai bu. J'ai eu alors envie de fumer. Mais j'ai hésité
parce que je ne savais pas si je pouvais le faire devant maman. J'ai réfléchi, cela
n'avait aucune importance. J'ai offert une cigarette au concierge et nous avons fumé.
A un moment, il m'a dit: «Vous savez, les amis de madame votre mère vont venir la
veiller aussi. C'est la coutume. Il faut que j'aille chercher des chaises et du café noir.»
Je lui ai demandé si on pouvait éteindre une des lampes. L'éclat de la lumière sur les
murs blancs me fatiguait. Il m'a dit que ce n'était pas possible. L'installation était ainsi
faite : c'était tout ou rien. Je n'ai plus beaucoup fait attention à lui. Il est sorti, est
revenu, a disposé des chaises. Sur l'une d'elles, il a empilé des tasses autour d'une
cafetière. Puis il s'est assis en face de moi, de l'autre côté de maman. La garde était
aussi au fond, le dos tourné. Je ne voyais pas ce qu'elle faisait. Mais au mouvement de
ses bras, je pouvais croire qu'elle tricotait. Il faisait doux, le café m'avait réchauffé et
par la porte ouverte entrait une odeur de nuit et de fleurs. Je crois que j'ai somnolé un
peu.
C'est un frôlement qui m'a réveillé. D'avoir fermé les yeux, la pièce m'a paru encore
plus éclatante de blancheur. Devant moi, il n'y avait pas une ombre et chaque objet,
chaque angle, toutes les courbes se dessinaient avec une pureté blessante pour les
yeux. C'est à ce moment que les amis de maman sont entrés. Ils étaient en tout une
dizaine, et ils glissaient en silence dans cette lumière aveuglante. Ils se sont assis sans
qu'aucune chaise grinçât. Je les voyais comme je n'ai jamais vu personne et pas un
détail de leurs visages ou de leurs habits ne m'échappait. Pourtant je ne les entendais
pas et j'avais peine à croire à leur réalité. Presque toutes les femmes portaient un
tablier et le cordon qui les serrait à la taille faisait encore ressortir leur ventre bombé. Je
n'avais encore jamais remarqué à quel point les vieilles femmes pouvaient avoir du
ventre. Les hommes étaient presque tous très maigres et tenaient des cannes. Ce qui
me frappait dans leurs visages, c'est que je ne voyais pas leurs yeux, mais seulement
une lueur sans éclat au milieu d'un nid de rides. Lorsqu'ils se sont assis, la plupart
m'ont regardé et ont hoché la tête avec gêne, les lèvres toutes mangées par leur
bouche sans dents, sans que je puisse savoir s'ils me saluaient ou s'il s'agissait d'un
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tic. Je crois plutôt qu'ils me saluaient. C'est à ce moment que je me suis aperçu qu'ils
étaient tous assis en face de moi à dodeliner de la tête, autour du concierge. J'ai eu un
moment l'impression ridicule qu'ils étaient là pour me juger.
Peu après, une des femmes s'est mise à pleurer. Elle était au second rang, cachée par
une de ses compagnes, et je la voyais mal. Elle pleurait à petits cris, régulièrement : il
me semblait qu'elle ne s'arrêterait jamais. Les autres avaient l'air de ne pas l'entendre.
Ils étaient affaissés, mornes et silencieux. Ils regardaient la bière ou leur canne, ou
n'importe quoi, mais ils ne regardaient que cela. La femme pleurait toujours. J'étais très
étonné parce que je ne la connaissais pas. J'aurais voulu ne plus l'entendre. Pourtant
je n'osais pas le lui dire. Le concierge s'est penché vers elle, lui a parlé, mais elle a
secoué la tête, a bredouillé quelque chose, et a continué de pleurer avec la même
régularité. Le concierge est venu alors de mon côté. Il s'est assis près de moi. Après un
assez long moment, il m'a renseigné sans me regarder: «Elle était très liée avec
madame votre mère. Elle dit que c'était sa seule amie ici et que maintenant elle n'a plus
personne.»
Nous sommes restés un long moment ainsi. Les soupirs et les sanglots de la femme se
faisaient plus rares. Elle reniflait beaucoup. Elle s'est tue enfin. Je n'avais plus sommeil,
mais j'étais fatigué et les reins me faisaient mal. A présent c'était le silence de tous ces
gens qui m'était pénible. De temps en temps seulement, j'entendais un bruit singulier et
je ne pouvais comprendre ce qu'il était. A la longue, j'ai fini par deviner que quelquesuns
d'entre les vieillards suçaient l'intérieur de leurs joues et laissaient échapper ces
clappements bizarres. Ils ne s'en apercevaient pas tant ils étaient absorbés dans leurs
pensées. J'avais même l'impression que cette morte, couchée au milieu d'eux, ne
signifiait rien à leurs yeux. Mais je crois maintenant que c'était une impression fausse.
Nous avons tous pris du café, servi par le concierge. Ensuite, je ne sais plus. La nuit a
passé. Je me souviens qu'à un moment j'ai ouvert les yeux et j'ai vu que les vieillards
dormaient tassés sur eux-mêmes, à l'exception d'un seul qui, le menton sur le dos de
ses mains agrippées à la canne, me regardait fixement comme s'il n'attendait que mon
réveil. Puis j'ai encore dormi. Je me suis réveillé parce que j'avais de plus en plus mal
aux reins. Le jour glissait sur la verrière. Peu après, l'un des vieillards s'est réveillé et il
a beaucoup toussé. Il crachait dans un grand mouchoir à carreaux et chacun de ses
crachats était comme un arrachement. Il a réveillé les autres et le concierge a dit qu'ils
devraient partir. Ils se sont levés. Cette veille incommode leur avait fait des visages de
cendre. En sortant, et à mon grand étonnement, ils m'ont tous serré la main — comme
si cette nuit où nous n'avions pas échangé un mot avait accru notre intimité.
J'étais fatigué. Le concierge m'a conduit chez lui et j'ai pu faire un peu de toilette. J'ai
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encore pris du café au lait qui était très bon. Quand je suis sorti, le jour était
complètement levé. Au-dessus des collines qui séparent Marengo de la mer, le ciel
était plein de rougeurs. Et le vent qui passait au-dessus d'elles apportait ici une odeur
de sel. C'était une belle journée qui se préparait. Il y avait longtemps que j'étais allé à la
campagne et je sentais quel plaisir j'aurais pris à me promener s'il n'y avait pas eu
maman.
Mais j'ai attendu dans la cour, sous un platane. Je respirais l'odeur de la terre fraîche et
je n'avais plus sommeil. J'ai pensé aux collègues du bureau. A cette heure, ils se
levaient pour aller au travail : pour moi c'était toujours l'heure la plus difficile. J'ai encore
réfléchi un peu à ces choses, mais j'ai été distrait par une cloche qui sonnait à l'intérieur
des bâtiments. Il y a eu du remue-ménage derrière les fenêtres, puis tout s'est calmé.
Le soleil était monté un peu plus dans le ciel : il commençait à chauffer mes pieds. Le
concierge a traversé la cour et m'a dit que le directeur me demandait. Je suis allé dans
son bureau. Il m'a fait signer un certain nombre de pièces. J'ai vu qu'il était habillé de
noir avec un pantalon rayé. Il a pris le téléphone en main et il m'a interpellé: «Les
employés des pompes funèbres sont là depuis un moment. Je vais leur demander de
venir fermer la bière. Voulez-vous auparavant voir votre mère une dernière fois ? » J'ai
dit non. Il a ordonné dans le téléphone en baissant la voix : « Figeac, dites aux
hommes qu'ils peuvent aller.»
Ensuite il m'a dit qu'il assisterait à l'enterrement et je l'ai remercié. Il s'est assis derrière
son bureau, il a croisé ses petites jambes. Il m'a averti que moi et lui serions seuls,
avec l'infirmière de service. En principe, les pensionnaires ne devaient pas assister aux
enterrements. Il les laissait seulement veiller: C'est une question d'humanité », a-t-il
remarqué. Mais en l'espèce, il avait accordé l'autorisation de suivre le convoi à un vieil
ami de maman : «Thomas Ferez.» Ici, le directeur a souri. Il m'a dit: «Vous comprenez,
c'est un sentiment un peu puéril. Mais lui et votre mère ne se quittaient guère. A l'asile,
on les plaisantait, on disait à Ferez: «C'est votre fiancée.» Lui riait. Ça leur faisait
plaisir. Et le fait est que la mort de Mme Meursault l'a beaucoup affecté. Je n'ai pas cru
devoir lui refuser l'autorisation. Mais sur le conseil du médecin visiteur, je lui ai interdit
la veillée d'hier.»
Nous sommes restés silencieux assez longtemps. Le directeur s'est levé et a regardé
par la fenêtre de son bureau.
A un moment, il a observé: «Voilà déjà le curé de Marengo. Il est en avance.» Il m'a
prévenu qu'il faudrait au moins trois quarts d'heure de marche pour aller à l'église qui
est au village même. Nous sommes descendus. Devant le bâtiment, il y avait le curé et
deux enfants de choeur. L'un de ceux-ci tenait un encensoir et le prêtre se baissait vers
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lui pour régler la longueur de la chaîne d'argent. Quand nous sommes arrivés, le prêtre
s'est relevé. Il m'a appelé «mon fils» et m'a dit quelques mots. Il est entré ; je l'ai suivi.
J'ai vu d'un coup que les vis de la bière étaient enfoncées et qu'il y avait quatre
hommes noirs dans la pièce. J'ai entendu en même temps le directeur me dire que la
voiture attendait sur la route et le prêtre commencer ses prières. A partir de ce moment,
tout est allé très vite. Les hommes se sont avancés vers la bière avec un drap. Le
prêtre, ses suivants, le directeur et moi-même sommes sortis. Devant la porte, il y avait
une dame que je ne connaissais pas: «M. Meursault», a dit le directeur. Je n'ai pas
entendu le nom de cette dame et j'ai compris seulement qu'elle était infirmière
déléguée. Elle a incliné sans un sourire son visage osseux et long. Puis nous nous
sommes rangés pour laisser passer le corps. Nous avons suivi les porteurs et nous
sommes sortis de l'asile. Devant la porte, il y avait la voiture. Vernie, oblongue et
brillante, elle faisait penser à un plumier. A côté d'elle, il y avait l'ordonnateur, petit
homme aux habits ridicules, et un vieillard à l'allure empruntée. J'ai compris que c'était
M. Ferez. Il avait un feutre mou à la calotte ronde et aux ailes larges (il l'a ôté quand la
bière a passé la porte), un costume dont le pantalon tire-bouchonnait sur les souliers et
un noeud d'étoffe noire trop petit pour sa chemise à grand col blanc. Ses lèvres
tremblaient au-dessous d'un nez truffé de points noirs. Ses cheveux blancs assez fins
laissaient passer de curieuses oreilles ballantes et mal ourlées dont la couleur rouge
sang dans ce visage blafard me frappa. L'ordonnateur nous donna nos places. Le curé
marchait en avant, puis la voiture. Autour d'elle, les quatre hommes. Derrière, le
directeur, moi-même et, fermant la marche, l'infirmière déléguée et M. Ferez.
Le ciel était déjà plein de soleil. Il commençait à peser sur la terre et la chaleur
augmentait rapidement. Je ne sais pas pourquoi nous avons attendu assez longtemps
avant de nous mettre en marche. J'avais chaud sous mes vêtements sombres. Le petit
vieux, qui s'était recouvert, a de nouveau ôté son chapeau. Je m'étais un peu tourné de
son côté, et je le regardais lorsque le directeur m'a parlé de lui. Il m'a dit que souvent
ma mère et M. Ferez allaient se promener le soir jusqu'au village, accompagnés d'une
infirmière. Je regardais la campagne autour de moi. A travers les lignes de cyprès qui
menaient aux collines près du ciel, cette terre rousse et verte, ces maisons rares et
bien dessinées, je comprenais maman. Le soir, dans ce pays, devait être comme une
trêve mélancolique. Aujourd'hui, le soleil débordant qui faisait tressaillir le paysage le
rendait inhumain et déprimant.
Nous nous sommes mis en marche. C'est à ce moment que je me suis aperçu que
Ferez claudiquait légèrement. La voiture, peu à peu, prenait de la vitesse et le vieillard
perdait du terrain. L'un des hommes qui entouraient la voiture s'était laissé dépasser
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aussi et marchait maintenant à mon niveau. J'étais surpris de la rapidité avec laquelle
le soleil montait dans le ciel. Je me suis aperçu qu'il y avait déjà longtemps que la
campagne bourdonnait du chant des insectes et de crépitements d'herbe. La sueur
coulait sur mes joues. Comme je n'avais pas de chapeau, je m'éventais avec mon
mouchoir. L'employé des pompes funèbres m'a dit alors quelque chose que je n'ai pas
entendu. En même temps, il s'essuyait le crâne avec un mouchoir qu'il tenait dans sa
main gauche, la main droite soulevant le bord de sa casquette. Je lui ai dit:
«Comment?» Il a répété en montrant le ciel: «Ça tape.» J'ai dit: «Oui.» Un peu après, il
m'a demandé: «C'est votre mère qui est là?» J'ai encore dit : «Oui.» «Elle était vieille?»
J'ai répondu: «Comme ça», parce que je ne savais pas le chiffre exact. Ensuite, il s'est
tu. Je me suis retourné et j'ai vu le vieux Ferez à une cinquantaine de mètres derrière
nous. Il se hâtait en balançant son feutre à bout de bras. J'ai regardé aussi le directeur.
Il marchait avec beaucoup de dignité, sans un geste inutile. Quelques gouttes de sueur
perlaient sur son front, mais il ne les essuyait pas.
Il me semblait que le convoi marchait un peu plus vite. Autour de moi, c'était toujours la
même campagne lumineuse gorgée de soleil. L'éclat du ciel était insoutenable. A un
moment donné, nous sommes passés sur une partie de la route qui avait été
récemment refaite. Le soleil avait fait éclater le goudron. Les pieds y enfonçaient et
laissaient ouverte sa pulpe brillante. Au-dessus de la voiture, le chapeau du cocher, en
cuir bouilli, semblait avoir été pétri dans cette boue noire. J'étais un peu perdu entre le
ciel bleu et blanc et la monotonie de ces couleurs, noir gluant du goudron ouvert, noir
terne des habits, noir laqué de la voiture. Tout cela, le soleil, l'odeur de cuir et de crottin
de la voiture, celle du vernis et celle de l'encens, la fatigue d'une nuit d'insomnie, me
troublait le regard et les idées. Je me suis retourné une fois de plus : Ferez m'a paru
très loin, perdu dans une nuée de chaleur, puis je ne l'ai plus aperçu. Je l'ai cherché du
regard et j'ai vu qu'il avait quitté la route et pris à travers champs. J'ai constaté aussi
que devant moi la route tournait. J'ai compris que Ferez qui connaissait le pays coupait
au plus court pour nous rattraper. Au tournant il nous avait rejoints. Puis nous l'avons
perdu. Il a repris encore à travers champs et comme cela plusieurs fois. Moi, je sentais
le sang qui me battait aux tempes.
Tout s'est passé ensuite avec tant de précipitation, de certitude et de naturel, que je ne
me souviens plus de rien. Une chose seulement : à l'entrée du village, l'infirmière
déléguée m'a parlé. Elle avait une voix singulière qui n'allait pas avec son visage, une
voix mélodieuse et tremblante. Elle m'a dit: «Si on va doucement, on risque une
insolation. Mais si on va trop vite, on est en transpiration et dans l'église on attrape un
chaud et froid.» Elle avait raison. Il n'y avait pas d'issue. J'ai encore gardé quelques
images de cette journée : par exemple, le visage de Ferez quand, pour la dernière fois,
il nous a rejoints près du village. De grosses larmes d'énervement et de peine
ruisselaient sur ses joues. Mais à cause des rides, elles ne s'écoulaient pas. Elles
s'étalaient, se rejoignaient et formaient un vernis d'eau sur ce visage détruit. Il y a eu
encore l'église et les villageois sur les trottoirs, les géraniums rouges sur les tombes du
cimetière, l'évanouissement de Ferez (on eût dit un pantin disloqué), la terre couleur de
sang qui roulait sur la bière de maman, la chair blanche des racines qui s'y mêlaient,
encore du monde, des voix, le village, l'attente devant un café, l'incessant ronflement
du moteur, et ma joie quand l'autobus est entré dans le nid de lumières d'Alger et que
j'ai pensé que j'allais me coucher et dormir pendant douze heures.
En me réveillant, j'ai compris pourquoi mon patron avait l'air mécontent quand je lui ai
demandé mes deux jours de congé : c'est aujourd'hui samedi. Je l'avais pour ainsi dire
oublié, mais en me levant, cette idée m'est venue. Mon patron, tout naturellement, a
pensé que j'aurais ainsi quatre jours de vacances avec mon dimanche et cela ne
pouvait pas lui faire plaisir. Mais d'une part, ce n'est pas de ma faute si on a enterré
maman hier au lieu d'aujourd'hui et d'autre part, j'aurais eu mon samedi et mon
dimanche de toute façon. Bien entendu, cela ne m'empêche pas de comprendre tout
de même mon patron.
J'ai eu de la peine à me lever parce que j'étais fatigué de ma journée d'hier. Pendant
que je me rasais, je me suis demandé ce que j'allais faire et j'ai décidé d'aller me
baigner. J'ai pris le tram pour aller à l'établissement de bains du port. Là, j'ai plongé
dans la passe. Il y avait beaucoup de jeunes gens. J'ai retrouvé dans l'eau Marie
Gardona, une ancienne dactylo de mon bureau dont j'avais eu envie à l'époque. Elle
aussi, je crois. Mais elle est partie peu après et nous n'avons pas eu le temps. Je l'ai
aidée à monter sur une bouée et, dans ce mouvement, j'ai effleuré ses seins. J'étais
encore dans l'eau quand elle était déjà à plat ventre sur la bouée. Elle s'est retournée
vers moi. Elle avait les cheveux dans les yeux et elle riait. Je me suis hissé à côté d'elle
sur la bouée. Il faisait bon et, comme en plaisantant, j'ai laissé aller ma tête en arrière
et je l'ai posée sur son ventre. Elle n'a rien dit et je suis resté ainsi. J'avais tout le ciel
dans les yeux et il était bleu et doré. Sous ma nuque, je sentais le ventre de Marie
battre doucement. Nous sommes restés longtemps sur la bouée, à moitié endormis.
Quand le soleil est devenu trop fort, elle a plongé et je l'ai suivie. Je l'ai rattrapée, j'ai
passé ma main autour de sa taille et nous avons nagé ensemble. Elle riait toujours.Sur
le quai, pendant que nous nous séchions, elle m'a dit: «Je suis plus brune que vous.»
Je lui ai demandé si elle voulait venir au cinéma, le soir. Elle a encore ri et m'a dit
qu'elle avait envie de voir un film avec Fernandel. Quand nous nous sommes rhabillés,
elle a eu l'air très surprise de me voir avec une cravate noire et elle m'a demandé si
j'étais en deuil. Je lui ai dit que maman était morte. Comme elle voulait savoir depuis
quand, j'ai répondu: «Depuis hier.» Elle a eu un petit recul, mais n'a fait aucune
remarque. J'ai eu envie de lui dire que ce n'était pas de ma faute, mais je me suis
arrêté parce que j'ai pensé que je l'avais déjà dit à mon patron. Cela ne signifiait rien.
De toute façon on est toujours un peu fautif.
Le soir, Marie avait tout oublié. Le film était drôle par moments et puis vraiment trop
bête. Elle avait sa jambe contre la mienne. Je lui caressais les seins. Vers la fin de la
séance, je l'ai embrassée, mais mal. En sortant, elle est venue chez moi.
Quand je me suis réveillé, Marie était partie. Elle m'avait expliqué qu'elle devait aller
chez sa tante. J'ai pensé que c'était dimanche et cela m'a ennuyé: je n'aime pas le
dimanche. Alors, je me suis retourné dans mon lit, j'ai cherché dans le traversin l'odeur
de sel que les cheveux de Marie y avaient laissée et j'ai dormi jusqu'à dix heures. J'ai
fumé ensuite des cigarettes, toujours couché, jusqu'à midi. Je ne voulais pas déjeuner
chez Céleste comme d'habitude parce que, certainement, ils m'auraient posé des
questions et je n'aime pas cela. Je me suis fait cuire des oeufs et je les ai mangés à
même le plat, sans pain parce que je n'en avais plus et que je ne voulais pas
descendre pour en acheter.
Après le déjeuner, je me suis ennuyé un peu et j'ai erré dans l'appartement. Il était
commode quand maman était là. Maintenant il est trop grand pour moi et j'ai dû
transporter dans ma chambre la table de la salle à manger. Je ne vis plus que dans
cette pièce, entre les chaises de paille un peu creusées, l'armoire dont la glace est
jaunie, la table de toilette et le lit de cuivre. Le reste est à l'abandon. Un peu plus tard,
pour faire quelque chose, j'ai pris un vieux journal et je l'ai lu. J'y ai découpé une
réclame des sels Kruschen et je l'ai collée dans un vieux cahier où je mets les choses
qui m'amusent dans les journaux. Je me suis aussi lavé les mains et, pour finir, je me
suis mis au balcon.
Ma chambre donne sur la rue principale du faubourg. L'après-midi était beau.
Cependant, le pavé était gras, les gens rares et pressés encore. C'étaient d'abord des
familles allant en promenade, deux petits garçons en costume marin, la culotte audessous
du genou, un peu empêtrés dans leurs vêtements raides, et une petite fille
avec un gros noeud rosé et des souliers noirs vernis. Derrière eux, une mère énorme,
en robe de soie marron, et le père, un petit homme assez frêle que je connais de vueI
avait un canotier, un noeud papillon et une canne à la main. En le voyant avec sa
femme, j'ai compris pourquoi dans le quartier on disait de lui qu'il était distingué. Un
peu plus tard passèrent les jeunes gens du faubourg, cheveux laqués et cravate rouge,
le veston très cintré, avec une pochette brodée et des souliers à bouts carrés. J'ai
pensé qu'ils allaient aux cinémas du centre. C'était pourquoi ils partaient si tôt et se
dépêchaient vers le tram en riant très fort.
Après eux, la rue peu à peu est devenue déserte. Les spectacles étaient partout
commencés, je crois. Il n'y avait plus dans la rue que les boutiquiers et les chats. Le
ciel était pur mais sans éclat au-dessus des ficus qui bordent la rue. Sur le trottoir d'en
face, le marchand de tabac a sorti une chaise, l'a installée devant sa porte et l'a
enfourchée en s'appuyant des deux bras sur le dossier. Les trams tout à l'heure bondés
étaient presque vides. Dans le petit café «Chez Pierrot», à côté du marchand de tabac,
le garçon balayait de la sciure dans la salle déserte. C'était vraiment dimanche.
J'ai retourné ma chaise et je l'ai placée comme celle du marchand de tabac parce que
j'ai trouvé que c'était plus commode. J'ai fumé deux cigarettes, je suis rentré pour
prendre un morceau de chocolat et je suis revenu le manger à la fenêtre. Peu après, le
ciel s'est assombri et j'ai cru que nous allions avoir un orage d'été. Il s'est découvert
peu à peu cependant. Mais le passage des nuées avait laissé sur la rue comme une
promesse de pluie qui l'a rendue plus sombre. Je suis resté longtemps à regarder le
ciel.
A cinq heures, des tramways sont arrivés dans le bruit. Ils ramenaient du stade de
banlieue des grappes de spectateurs perchés sur les marchepieds et les rambardes.
Les tramways suivants ont ramené les joueurs que j'ai reconnus à leurs petites valises.
Ils hurlaient et chantaient à pleins poumons que leur club ne périrait pas. Plusieurs
m'ont fait des signes. L'un m'a même crié: «On les a eus.» Et j'ai fait: «Oui», en
secouant la tête. A partir de ce moment, les autos ont commencé à affluer.
La journée a tourné encore un peu. Au-dessus des toits, le ciel est devenu rougeâtre
et, avec le soir naissant, les rues se sont animées. Les promeneurs revenaient peu à
peu. J'ai reconnu le monsieur distingué au milieu d'autres. Les enfants pleuraient ou se
laissaient tramer. Presque aussitôt, les cinémas du quartier ont déversé dans la rue un
flot de spectateurs. Parmi eux, les jeunes gens avaient des gestes plus décidés que
d'habitude et j'ai pensé qu'ils avaient vu un film d'aventures. Ceux qui revenaient des
cinémas de la ville arrivèrent un peu plus tard. Ils semblaient plus graves. Ils riaient
encore, mais de temps en temps, ils paraissaient fatigués et songeurs. Ils sont restés
dans la rue, allant et venant sur le trottoir d'en face. Les jeunes filles du quartier, en
cheveux, se tenaient par le bras. Les jeunes gens s'étaient arrangés pour les croiser et
ils lançaient des plaisanteries dont elles riaient en détournant la tête. Plusieurs d'entre
elles, que je connaissais, m'ont fait des signes.
Les lampes de la rue se sont alors allumées brusquement et elles ont fait pâlir les
premières étoiles qui montaient dans la nuit. J'ai senti mes yeux se fatiguer à regarder
ainsi les trottoirs avec leur chargement d'hommes et de lumières. Les lampes faisaient
luire le pavé mouillé, et les tramways, à intervalles réguliers, mettaient leurs reflets sur
des cheveux brillants, un sourire ou un bracelet d'argent. Peu après, avec les tramways
plus rares et la nuit déjà noire au-dessus des arbres et des lampes, le quartier s'est
vidé insensiblement, jusqu'à ce que le premier chat traverse lentement la rue de
nouveau déserte. J'ai pensé alors qu'il fallait dîner. J'avais un peu mal au cou d'être
resté longtemps appuyé sur le dos de ma chaise. Je suis descendu acheter du pain et
des pâtes, j'ai fait ma cuisine et j'ai mangé debout. J'ai voulu fumer une cigarette à la
fenêtre, mais l'air avait fraîchi et j'ai eu un peu froid. J'ai fermé mes fenêtres et en
revenant j'ai vu dans la glace un bout de table où ma lampe à alcool voisinait avec des
morceaux de pain. J'ai pensé que c'était toujours un dimanche de tiré, que maman était
maintenant enterrée, que j'allais reprendre mon travail et que, somme toute, il n'y avait
rien de changé.
Aujourd'hui j'ai beaucoup travaillé au bureau. Le patron a été aimable. Il m'a demandé
si je n'étais pas trop fatigué et il a voulu savoir aussi l'âge de maman. J'ai dit «une
soixantaine d'années», pour ne pas me tromper et je ne sais pas pourquoi il a eu l'air
d'être soulagé et de considérer que c'était une affaire terminée.
Il y avait un tas de connaissements qui s'amoncelaient sur ma table et il a fallu que je
les dépouille tous. Avant de quitter le bureau pour aller déjeuner, je me suis lavé les
mains. A midi, j'aime bien ce moment. Le soir, j'y trouve moins de plaisir parce que la
serviette roulante qu'on utilise est tout à fait humide: elle a servi toute la journée. J'en ai
fait la remarque un jour à mon patron. Il m'a répondu qu'il trouvait cela regrettable, mais
que c'était tout de même un détail sans importance. Je suis sorti un peu tard, à midi et
demi, avec Emmanuel, qui travaille à l'expédition. Le bureau donne sur la mer et nous
avons perdu un moment à regarder les cargos dans le port brûlant de soleil. A ce
moment, un camion est arrivé dans un fracas de chaînes et d'explosions. Emmanuel
m'a demandé «si on y allait» et je me suis mis à courir. Le camion nous a dépassés et
nous nous sommes lancés à sa poursuite. J'étais noyé dans le bruit et la poussière. Je
ne voyais plus rien et ne sentais que cet élan désordonné de la course, au milieu des
treuils et des machines, des mâts qui dansaient sur l'horizon et des coques que nous
longions. J'ai pris appui le premier et j'ai sauté au vol. Puis j'ai aidé Emmanuel à
s'asseoir. Nous étions hors de souffle, le camion sautait sur les pavés inégaux du quai,
au milieu de la poussière et du soleil. Emmanuel riait à perdre haleine.
Nous sommes arrivés en nage chez Céleste. Il était toujours là, avec son gros ventre,
son tablier et ses moustaches blanches. Il m'a demandé si «ça allait quand même». Je
lui ai dit que oui et que j'avais faim. J'ai mangé très vite et j'ai pris du café. Puis je suis
rentré chez moi, j'ai dormi un peu parce que j'avais trop bu de vin et, en me réveillant,
j'ai eu envie de fumer. Il était tard et j'ai couru pour attraper un tram. J'ai travaillé tout
l'après-midi. Il faisait très chaud dans le bureau et le soir, en sortant, j'ai été heureux de
revenir en marchant lentement le long des quais. Le ciel était vert, je me sentais
content. Tout de même, je suis rentré directement chez moi parce que je voulais me
préparer des pommes de terre bouillies.